Opinión

Alzheimer (Ayer habría sido su onomástica)

“Estos días estamos tristes porque rememoramos lo que tuvimos” 

Me ha dicho estas palabras con dulzura, mirándome fijamente a los ojos. Es una mujer guapa, muy guapa…, y muy coqueta: lo denota su larga trenza anudada con esmero, el rojo de sus labios contrastando con la palidez de su rostro, las uñas pintadas y sobredimensionadas, perfectamente limadas.

Me lo ha dicho sin esperar una respuesta, mientras yo llamaba a una auxiliar para que abriese el cierre de seguridad de la cinta de sujeción que divide por la mitad el cuerpo enjuto de mi padre, desvencijado sobre la silla de ruedas. La misma auxiliar me ha ayudado después a levantarlo, agarrándolo con suavidad para no hacerle daño, con meditada parsimonia, haciendo que se apoye en mí para no caer, temiendo que sus piernas no sujeten su cuerpo consumido, notando como mis dedos se envuelven entre sus vértebras desnudas al abrazarlo, observando la pereza flexibilidad de sus rodillas mientras me mira y me sonríe.

Hace tiempo que no me pregunto si me reconoce porque me basta su gesto risueño y el balbuceo incomprensible que emite tras su letargo para creer que la visita no ha sido en vano; una interrupción en su prolongada amnesia, un leve despertar de los fármacos que lo mantienen ausente. Lejos quedan los días en los que me veía aparecer en el umbral de la sala, y su cara se iluminaba.

Erguidos, nos dirigimos hacia la puerta entre las miradas del resto de los internos; muchos de ellos también atados a sus sillas como mi padre, con frecuentes contracciones, a veces vociferando. Gritos de desesperación o de abandono, de su mísera suerte, de un futuro inexistente y canalla, del olvido de las vidas que trascurren más allá de estas paredes, de estas barreras infranqueables. No saben lo que sucede afuera, pero cualquier movimiento en su espacio cercano les solivianta, agitándose en sus asientos. Y mi padre, que siempre tuvo un carácter amable, se para y les dirige alguna palabra o frase inconexa mientras nos dirigimos hacia la salida.

Los movimientos de los internos, sus sonidos y su latir me conmueven, y aunque lo haya vivido durante tanto tiempo no consigo acostumbrarme, es por eso que intento salir de aquí cuanto antes, fijando la vista en la puerta, sin mirar a los lados, sin devolver las miradas que intuyo nos dirigen los más despiertos y con los que no empatizo porque no puedo, porque no sé qué decir ni cómo actuar, y me da miedo pensar, y noto que las piernas han comenzado a fallarme a mí también, sintiendo culpabilidad de mis movimientos autónomos, de que mi capacidad de conducirme dependa de mi voluntad.

Salimos de la sala. Reparo y siento que mi padre apoya sus pies firmemente y no se vencerá. Busco a la mujer guapa, preguntándome de que, en ese lugar, en donde es extraño escuchar una frase coherente alguien haya podido hablarme como lo ha hecho ella, con unas palabras que siempre recordaré. Nunca antes la había visto, no forma parte del personal sanitario ni de los auxiliares de servicio y tampoco parecía tener ningún tipo de demencia, pude observarlo en esos breves instantes, o así me lo pareció. Podría preguntar por ella, pero necesito ocuparme de mi padre. 

Empieza a llorar, hace tiempo que llora. La primera vez me sorprendió, tanto que no pude evitar que a mí también se me escapasen las lágrimas cuando en mi recuerdo latían presentes los momentos de su indolencia frente a las emociones, al menos así lo recordaba yo al enfrentarnos en la época en la que los adolescentes comienzan a hacerse adultos y no escuchan consejos ni frases lapidarias de nadie. Qué diferencia con estos ratos en que le abrazo al ser consciente de no ser visto, que le limpio las babas, que le digo que le quiero y le acaricio cuando nadie me oye, quizás tampoco él. 

Sé que mis caricias lo penetran, lo conmueven, lo sé porque necesito saberlo, porque me responde, incoherentemente, pero me responde siempre, y me mira creo que con gratitud, y acelera el paso, penoso, y siento como aumenta la decisión y firmeza de su zancada, cogiéndose a mi brazo con más fuerza para no volver al sitio de donde lo saco y al que siempre va a volver, a pesar de mentirle y decirle que estaré siempre a su lado y lo llevaré a casa. 

“Qué gran amigo mío eres -balbucea- qué bueno eres, qué gran persona”. Y yo, que me he convertido en un farsante, le sigo mintiendo y le nombro a personas de su pasado para hacerle recordar, sabiendo que sus ojos emitirán un destello. Hoy le digo que es fiesta y, a pesar de no entender lo que eso significa porque no lo asocia con ninguna vivencia, el énfasis y la exageración de mis gestos le hace parar, y tomando mis manos comienza a bailar tarareando una canción probablemente aprendida en alguna terapia. 

Salimos del recinto en un sisear titubeante, arropándome con su figura liviana de músculos flácidos. El día de invierno nos acaricia con rayos de luz que se abren paso entre nubes de escasa densidad. Le hablo del buen tiempo que hace, ajeno al frío que debería darse en esta estación. ¿Sabes que estamos en invierno, que pronto será navidad?, le insisto. “¡Qué buen amigo eres!”, repite en un lapso, en su frenético discurrir de palabras inventadas y deslavazadas, entre las que algunas veces menciona algún nombre que me resulta familiar o algún lugar de su pasado; un pasado que ya casi no existe porque se está perdiendo para siempre. Sigo hablándole del clima, acordándome de que antes le preocupaba la intensidad de las precipitaciones, cuando yo le contestaba que no podía llover a la carta, como él pretendía.

A veces, cuando voy a buscarlo, lo encuentro en otra sala, con el volumen de la televisión exageradamente alto emitiendo algún concurso de televisión que los enfermos vitorean o acompañan tocando las palmas cuando aumenta la expectación; pero hay una inmensa mayoría que continúan privados en sus sillas de ruedas, con el torso flexionado hasta casi apoyar la cabeza en las nalgas.

Regresamos después del fugaz paseo, es la hora del almuerzo, temprana para el mundo consciente. Ya están todos en el comedor, aullando otra vez sonidos que soliviantan o palabras que repiten como mantras, solicitando ayuda. Se oyen villancicos.

Alguien lo recoge y me dice que puedo irme. Tras unos pasos, me vuelvo para observarlo. No ha notado mi ausencia, su memoria no retiene ya ni los segundos transcurridos. Lo conducen y sientan a la mesa. Lo atan de nuevo.

“Necesitaríamos una persona para ocuparse de él durante todo el día –me dijeron– por eso tiene que estar atado, también a la cama por las noches. Podría romperse la cadera otra vez. Necesitamos tu autorización: tienes que firmar aquí” 

Me dicen que no me conoce, que no importa quien vaya a verlo, que tiene que pasear para que no se atrofien sus músculos, que cualquiera podría hacerlo porque a él le daría igual...Pero yo noto cómo me mira cuando me ve, cómo afloran sus lágrimas, esas lágrimas que no sabe secarse, como tampoco sabe atender sus necesidades fisiológicas.

Pero yo necesito verle, por él…y también por mí, para que mi recuerdo no se borre, para decirle una vez más que le quiero.

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