Heridas abiertas

El artículo 16 de la CE habla de la libertad religiosa, de las manifestaciones públicas solo limitadas por el orden público y de que “ninguna confesión tendrá carácter estatal” Un trato preferencial se reconoce, sin embargo, cuando en el mismo apartado se añade que los poderes públicos “tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”

Dicha cooperación, que refleja la falta de acuerdo de los padres constitucionalistas, podría someterse a múltiples consideraciones y cuestiona –según el curso de los acontecimientos ocurridos desde entonces– si se ha interpretado de forma interesadamente amplia, llegando a dudar del alcance y veracidad de la afirmación inicial sobre la aconfesionalidad del Estado; y no casa muy bien con aspectos como la dilatada espera de la autonomía económica de la religión católica (en el acuerdo con la Santa Sede, firmado después de la Constitución del 78, se declaraba la futura autonomía de las finanzas de la Iglesia que hoy, casi cuarenta años después, sigue sin llevarse a la práctica) y la falta de un debate sereno sobre las exenciones fiscales, el detraimiento de los impuestos en la declaración de la Renta o las subvenciones a los colegios de educación religiosa. O las declaraciones públicas y actuación de los políticos gobernantes lastradas por sus tendencias católicas.

No estamos en la España de la Segunda República ni en el golpe de Estado subsiguiente, sirviendo la religión como bandera a unos (“Santiago y cierra España”) y motivo de lucha al resto, al ver, en la confraternización y aproximación de la Iglesia al poder económico establecido, la causa de sus males, acusando a la Iglesia de alejarse de las reivindicaciones del proletariado y de las necesidades de las capas sociales más desfavorecidas.

Sin embargo, parece que nada haya cambiado cuando escuchamos como algunos ministros de la Iglesia siguen añorando en la dictadura franquista las glorias de un pasado memorable, y lanzan desde sus púlpitos mensajes xenófobos, llamando a la rebelión contra las leyes que no favorecen sus posiciones, disculpando las acciones de acoso contra la mujer por las formas en las que ellas se muestran –que muchas veces provocan o alientan las situaciones de riesgo, a su parecer–; o minimizando y restando importancia a los casos de pederastia sucedidos en sus diócesis.

Opinan de política, de organización familiar, de cómo debemos educar a nuestros hijos, muestran actitudes de desigualdad hacia la mujer. Predican desde sus atriles la fe, la vida eterna, las virtudes del alma, la pobreza, pero, contrariamente a lo que manifiestan, son proclives al lujo y a la ostentación, y se resisten a abandonar las mansiones que ocupan. En definitiva, muestran debilidades propias de cualquier ser humano, dejándose seducir por los bienes materiales y confirmando la distancia abierta entre su dogma y su conducta.

¡Ah!, y se muestran especialmente sensibles con comportamientos como el del joven jienense del que recientemente hemos sabido se ha condenado por prestar su rostro en un fotomontaje de la imagen de Cristo, un episodio más que viene a sumarse a hechos anteriores, suficientemente conocidos, en los que se alude a la ofensa de los sentimientos religiosos –siempre a flor de piel, siempre denunciando diligentemente cualquier afrenta– y la consideración sobre si dicha ofensa tiene entidad suficiente para catalogarse de delito penal, y, como siempre sucede cuando entran en colisión derechos fundamentales, dilucidar si los hechos deberían considerarse como un ejercicio de la libertad de expresión.

Para los que somos neófitos en estas lides no deja de parecernos un exceso y algo impropio de estos tiempos la condena, volviendo el debate sobre supuesta neutralidad de los poderes del Estado.

Este es un pueblo de excesos incontrolados, de manifestaciones en pro de causas milenarias, de salvaguarda de tradiciones a veces sin sentido, impasibles a la cordura y al progreso de la civilización. Las tradiciones, esas costumbres arraigadas en las que muchos se refugian para negar la evolución o el desarrollo.

Costumbres con raigambre y fuerte contenido religioso (o quizás profano), congregaciones y fiestas en donde se enseñorean imágenes. Reacciones de enojo porque en una carroza vayan homosexuales, o se diga que se atenta contra la ilusión de los más pequeños porque una reina maga sustituya a su homónimo varón. Manifestaciones desbordadas de apoyo, escaso interés por comprender al otro, esa es la sociedad que vivimos, en dónde se levanta la voz en exceso y se entiende mal por una parte de la población cualquier mínimo cambio, que toman como ofensa.

Y Se actúa  como si la verdad de uno fuese la única a considerar, a respetar y a tolerar, y se reacciona de modo incontrolado cuando la fe es otra, cuando la creencia no es la propia. Es la ofensa que solo gravita para un lado, y la respuesta de los que no comulgan con el credo dominante, demostrando su desarraigo, acaso con manifiesto oprobio.

Oscurantismo, ritos alejados del curso de los tiempos, de una caracterización de la sociedad actual plural, alejada de costumbres y tópicos irracionales.

El respeto a las creencias se consigue y la razón en este campo no las dan los tribunales, a lo más sirven para que cada una de las posturas se radicalice más en su argumentario. Porque, al margen de la búsqueda de una sentencia favorable,  los errores del pasado siguen estando latentes, y para la búsqueda de una convivencia pacífica será necesario un esfuerzo, pretendidamente mayor, me atrevería a sugerir, para los fieles que han contado con un claro favoritismo de las políticas públicas y educativas, que han monopolizado  y regulado la vida de todos los habitantes, fueran o no creyentes.

Estos últimos han visto cómo sus opiniones, creencias, reglas, o falta de las mismas han sido claramente olvidadas, menospreciadas. Una constante en civilizaciones menos evolucionadas, en donde la influencia de la religión en todos los órdenes es de tal envergadura que la vida está sometida al terror de las religiones, a la puesta en práctica por la fuerza de sus postulados, a los castigos más atroces para los insurrectos. ¿Es eso lo que pretenden quienes culpan a los displicentes de no actuar de la misma manera con la confesión musulmana?

Ateos y agnósticos deben convivir con el público fervor, con las explosiones de júbilo, con las confesiones y promesas ante los presentes, con las visiones de flagelarse la espalda a latigazos, de caminar descalzos hasta sangrar. Siempre cara a los demás, como si la penitencia por el pecado o el propósito de enmienda estuviese descontextualizado y no surtiese efecto si se sucede en la intimidad, como si el llanto fuese menos llanto si no es sincopado y sonoro. ¿No deberían las creencias desarrollarse principalmente en el ámbito privado?

Lo realmente importante, lo que la Constitución debe amparar, es que quienes profesan una ideología, sea la que sea, tengan las condiciones necesarias para su práctica.

La mofa, la burla o la ofensa no caminan en una sola dirección y, a modo de ejemplo, cabría entender a quienes tienen que soportar como se ensalza la figura del dictador Franco, o los cánticos como el Cara al Sol, que tan funestos recuerdos traen todavía, y cuentan con la complacencia, incluso la asistencia, de personajes con capacidades de gobierno o decisorias en las Instituciones del Estado.

Respecto de la educación, ese aspecto crítico para la formación de las futuras generaciones, debería estar revestida de una neutralidad de facto, libre de adoctrinamientos y, a modo de ejemplo, me parece reprochable que un profesor de una universidad pública, amparado en la libertad de cátedra, arremeta contra el agnosticismo o el ateísmo, y critique y se mofe del Estado francés por legislar a favor de su laicidad.

En caso contrario, si se siguen actuando o considerando cualquier acción como una afrenta, como un atentado al hecho religioso será muy difícil que se olviden los muchos errores cometidos.

¿Habría evolucionado nuestra sociedad si no hubiesen sido confrontadas y debatidas sus prácticas, o estaríamos  en un mundo en donde, al igual que los periodistas de Charlie Hebdo, fuésemos masacrados por fundamentalistas que responden con el terror a la mofa o la sátira?

El castigo, el miedo a la denuncia o el silencio del miedo a las consecuencias no es la forma de buscar la empatía de los no creyentes ¿De verdad es esa la satisfacción los que sienten heridos sus sentimientos?

Me reitero en el carácter fundamentalmente privado de las creencias religiosas, porque la exposición pública produce su banalización, su conversión en un fenómeno social que tiene mucho de fiesta secular, de parodia alejada de la reflexión y el recogimiento.

El seguimiento de la fe cristiana podría quedar en algo propio de fariseos y beatos mesiánicos que han pasado ampliamente el meridiano de la vida terrenal, esa a la que muchos se aferran a pesar de sus creencias en una vida eterna plena.

Antonio Pérez Gallego | Madrid

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