Opinión

La vida como emigrante

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En mi infancia siempre me preguntaba por qué las aves migraban, y entendí que por diferentes razones, como por ejemplo cuando el alimento se acababa en un polo del planeta, o por las temperaturas… Hoy en día, a veces pienso que ya no migran, sino que huyen… Huyen de la embarrada que tenemos.

Y si ellas pueden hacerlo, ¿por qué nosotros no? Tuve una infancia de emigrante cultural. Soy emigrante por herencia, emigrante por amistad y emigrante por observación. De hecho, me declaro nieto de emigrante huérfano.

Mi historia es sin duda tributaria de la de mi abuelo cuyo padre murió en una mina de Alemana en los inicios en plena Primera Guerra Mundial. Lo que le condenó a una infancia triste de orfanato en Zamora ( España).

Y sin embargo, nosotros los Emigrantes somos no ya necesarios, sino indispensables. Somos en buena parte todos, con papeles o sin papeles, quienes edifican casas, arreglan carreteras, cavan zanjas, trepan por los andamios, recogemos basuras, recolectamos la fruta, les atendeemos en los restaurantes y hacemos una aportación esencial a la economía de los países .

Tenemos los peores trabajos, muchos realizamos nuestras tareas en B, y percibimos una miseria. Este es nuestro sueño para tratar de vivir, hasta ser explotados, vivimos mejor que en nuestro país de origen y con acceso a una buena Sanidad pública.

La historia está llena de ejemplos de xenofobia: el holocausto nazi masacró a miles de judíos y todavía hoy están sin patria. Las verjas de Ceuta y Melilla, las pateras y el muro de Estados Unidos para los mejicanos son otra triste realidad.

Si desapareciesemos la economía Europea se derrumbaría. Sin nosotros se produciría una regresión demográfica que arruinaría a toda Europa, y no habría, mañana, pensiones públicas, ni se podría financiar la prestación farmacéutica que realizan los Sistemas Nacionales de Salud.

Les incomodan sin advertir que nos necesitan tanto como nosotros necesitamos vivir dignamente. Así, que por más que viajo en mi recuerdo no alcanzo a ver en mi interior por ningún lado esa Europa rica del Primer Mundo.

Yo lo que recuerdo es una infancia de niño pobre, de emigrantes reales y deseados. De temporeros que viajabamos cada otoño a la vendimia francesa cargados de latas de atún y sopas de sobre. De una Australia deseada pero nunca alcanzada.

Y cuando miro a alguna España de hoy, les prometo que no me reconozco. No comprendo cómo podemos olvidar tan rápido. No entiendo esa solidaridad de boquilla acompañada de un racismo rampante. Somos un país de gente heredera de mil exilios, pobre de solemnidad hasta hace pocas décadas, perseguida y asilada en México, Argentina o Venezuela.

Somos iberos, fenicios, griegos, latinos, godos, judíos, musulmanes, el precipitado de siglos de invasiones y descubrimientos. ¿Cómo podemos haberlo olvidado? La emigración ha sido una constante en mi vida y la que también la ha propiciado.

Por eso empatizo con los emigrantes y siento tanta extrañeza ante la falta de humanidad y la búsqueda de lucro que se percibe en personas sin escrúpulos que se aprovechan de la miseria y la necesidad. Somos quienes somos por los que fueron antes que nosotros, por lo que nos han transmitido, por los lugares donde hemos estado, por las personas a las que hemos conocido.

Si cada tiempo tiene sus hechos, basta ya de mirar para otro lado, cuando el pueblo español fue emigrante exiliados en América. Todos somos emigrantes y a todos nos vendría bien pasar unas semanas en una favela.

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