Opinión

Antirracistas hasta que el privilegio nos separe

George Floyd. Seguramente este nombre te resulte conocido.

Durante las últimas semanas los medios se han hecho eco de una tragedia intencionada que tuvo lugar en Estados Unidos y que, por desgracia, no es la primera ni será la última. Un afroamericano fue víctima de la violencia policial que sigue latente tanto en Norteamérica como en el resto del mundo.

El agresor es Derek Chauvin, un policía blanco de cuarenta y tres años, a quien se le ha ofrecido una reducción en la fianza de 250.000 dólares si se compromete a dejar su trabajo en las fuerzas de seguridad. Otro de los policías implicados, Thomas Lane, se encuentra en libertad tras haber recaudado 750.000 dólares, parte de esta cantidad ha sido aportada por algunos ciudadanos que no repulsan este crimen.

Cuarenta y seis años y se acaba tu vida porque un policía decide presionar tu cuello contra el suelo. Casi nueve minutos viendo cómo se apaga todo por el hecho de ser negro, o más bien, por no ser blanco.

Las calles se han llenado de gente indignada por aquel crimen racista. Las redes se inundaron de muestras de apoyo y fotos en negro demostrando solidaridad con el movimiento Black lives matter (las vidas negras importan). Pero, ¿hemos cubierto así el cupo de antirracismo? ¿O de verdad estamos contribuyendo a erradicar esa lacra?

Somos antirracistas hasta que nuestros privilegios se ven amenazados y te voy a explicar por qué:
No todo es blanco o negro, existen grises, pero primero el blanco, siempre. Esta idea ha cimentado la evolución de la humanidad. Desde que nacemos, incluso antes, la sociedad nos coloca en una pirámide digna de la época feudal, la pirámide del poder.

En la cúspide encontramos a los más privilegiados, aquellos que no deben temerle a nada, ni siquiera a gran parte de la ley porque ellos son la ley. A medida que descendemos por la pirámide los privilegios desaparecen y entra en juego la discriminación.

Algunos de los criterios de jerarquía son el género, la raza y la orientación sexual entre otros. Si bien la composición de la figura puede variar. Hay un escalón que no lo hace: la cúspide. ¿Y quién se sitúa en la cima? Muy sencillo: el hombre blanco.

Para poner a prueba esta teoría utilizaré un comentario muy simplista que llegó a mis oídos hace unas semanas, el cual desencadenó en mí una reflexión: “Caminar de noche por un barrio de inmigrantes me resulta más incómodo que hacerlo por otro barrio.”

Comencé a pensarlo desde mi punto de vista y caí en la cuenta de que yo, como mujer, sufro esta inseguridad de vuelta a casa de noche siempre, camine por donde camine ya que, por el hecho de no ser un hombre, tengo presentes muchos más riesgos. No importa el barrio por el que caminemos que nunca nos sentiremos seguras, porque nosotras no gozamos de los mismos privilegios que un hombre blanco. Nosotras, junto con otros colectivos, no estamos en la cúspide.

El hombre blanco, por lo general, se incomoda con la inmigración. Son 88 las personas que han muerto por crímenes de odio en España desde 1990 y cada año se comenten 4000 agresiones racistas. Todo ello sin tener en cuenta que el 57% de los ataques xenófobos no se denuncian.

Antirracismo o postureo, esa es la cuestión. El apoyo al movimiento antirracista no queda en Instagram o Twitter, es una ideología que se funde con nuestra vida cotidiana. El antirracismo debe marcar nuestro día a día. Racismo es especificar en un titular la nacionalidad de los presuntos delincuentes siempre que no sean nacionales.

Racismo es permitir que el Mediterráneo sea un cementerio sin aforo.

¿Te importa que tus hijos se enamoren de un inmigrante? ¿Te agarras el bolso cuando te cruzas con un negro con capucha?

Tú, que lamentas lo sucedido y escribes un post en contra del ataque a Floyd, ¿estás contribuyendo al antirracismo o solo a tu falsa tranquilidad moral?

Esto es una cuestión de todos, no solo de policías en Estados Unidos.

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