Existen dos vocablos sin los que no se puede definir el fascismo: nacionalismo y totalitarismo.
Frente a la defensa de los indiscutibles valores del individuo (liberalismo) y los indiscutibles valores de la sociedad (socialismo), la ideología fascista que nos trajo el siglo pasado, no tiene más valor que la propaganda sistemática para su supervivencia.
Las manifestaciones más violentas y las menos violentas que estamos viviendo en Cataluña, no son consecuencia de la sentencia del juicio, hecha pública el pasado lunes 14, sino del prejuicio. No entiendo como pacífica una manifestación que corta carreteras, vías férreas, impide el funcionamiento de un aeropuerto o cierra escuelas y universidades.
Si a ello añadimos la complacencia de las supuestas autoridades, no es el pueblo quien se manifiesta con mayor o menor violencia, es el poder desde todas sus instituciones quien está manipulándolo para dar un barniz de legitimidad a la falta de legalidad de sus actos. Siempre ha sido así.
Los cientos de miles de ciudadanos que reunía Franco en la plaza de Oriente tenían el mismo significado. Aparentar la legitimidad de un régimen carente de legalidad. Aunque con una gran diferencia, la dictadura era un hecho real y la república catalana es una ensoñación.
Viví alguna de esas arengas del dictador por la proximidad a esa plaza del instituto Cardenal Cisneros, donde hacía bachiller, porque el profesorado nos daba el día libre con la condición de acudir a la plaza. Teníamos 14 años. Exactamente lo mismo que ocurre ahora en los centros educativos en Cataluña, incluida la mayoría de los de carácter religioso. ¡Qué recuerdos!
Los jubilados que han llegado a Madrid desde el sur y norte de España, lo han hecho utilizando durante semanas las carreteras de medio país sin pisotear ni uno solo de los derechos de los que utilizaban esa misma vía con otro propósito. Eso es una manifestación pacífica.
Claro que su respeto a los derechos ajenos les hará perder cuota de pantalla en las cadenas de televisión que se han lanzado a la retransmisión del vandalismo en directo durante horas y horas, con un número de cuñas publicitarias que va a mejorar sensiblemente sus resultados de este mes. No hay mal que por bien no venga.
En una de esas cadenas, LA SEXTA, se pudo ver el viernes noche a un ciudadano de Barcelona que bajó con algunos vecinos al portal para tratar de impedir que se incendiaran los contenedores de delante. Preguntado por el corresponsal y tras muchas dudas, relató brevemente los hechos dejándonos una opinión lapidaria:
No los justifico en absoluto, pero los entiendo. Se refería a los vándalos que venían a quemar contenedores como forma de expresar su opinión. ¿Seguro que lo entiende? ¿O se está posicionando?
Los hechos probados relatados en la sentencia, a lo largo de 493 páginas, ponen los pelos de punta si no fuera por el carácter tragicómico que les da su ineficacia legislativa y la cobardía de sus promotores a la hora de llevarlos a la práctica.
La declaración de independencia duró los segundos de pausa, que un balbuceante Puigdemont se dio, entre su proclamación y el anuncio de su suspensión. Los mismos ciudadanos que esta semana se manifiestan “pacíficamente” estaban a las puertas expectantes, esperando el resultado de las promesas propagadas sistemáticamente porsus líderes.
No pasó. Se limitaron a firmar una declaración fuera de la cámara legislativa para cubrirse las espaldas ante un proceso judicial y algunos de ellos, a huir con el cabecilla sin despedirse de nadie, ni siquiera de sus compañeros de govern.
Es lógica la frustración de los cientos de miles, millones de ciudadanos que habían creído en su proceso. Deberían haberlos juzgado por estafa. Por tramposos usurpadores de una soberanía que sabían que no les correspondía, aunque las penas fueran menores a las que se les han impuesto.
La sentencia en sus páginas 213 y 214 es devastadora:
El «derecho a decidir» solo puede construirse entonces a partir de un permanente desafío político que, valiéndose de vías de hecho, ataca una y otra vez la esencia del pacto constitucional y, con él, de la convivencia democrática.
La búsqueda de una cobertura normativa a ese desafío, lejos de aliviar su gravedad la intensifica, en la medida en que transmite a la ciudadanía la falsa creencia de que el ordenamiento jurídico respalda la viabilidad de una pretensión inalcanzable. Y los responsables políticos que abanderaron ese mensaje eran -y siguen siendo- conscientes, pese a su estratégica ocultación, de que el sujeto de la soberanía no se desplaza ni se cercena mediante un simple enunciado normativo.
Añadir un comentario sería dañar el texto.
Dediquemos nuestro esfuerzo informativo y nuestra publicidad a esos más de cinco millones de catalanes que, a pesar de ver lesionado su derecho a convivir, siguen circulando como los jubilados mencionados, en silencio y dejando espacio a los sueños soberanos de los que si se manifiestan.