Opinión

Pedro VII el deseado

El absolutismo de los partidos políticos ha llegado al gobierno.

La democracia interna de los partidos, representada por las elecciones primarias que todos deseábamos, incluido yo, que deberían servir para encontrar el liderazgo que orienta y aglutina distintas sensibilidades, se ha convertido en la herramienta para aniquilar a la disidencia. El vencedor obtiene el poder absoluto y la patente para eliminar al perdedor y a quienes le apoyaron.

Así ocurrió en C’s, donde la dimisión de Rivera ha dejado al partido como pollo sin cabeza a la búsqueda incluso de una ideología.

Así ocurrió en el PP, donde con la victoria de Casado se soslayó a personajes de larga trayectoria democrática, otorgando la voz de la secretaría general a T. García Egea, tal vez porque fue campeón del mundo de lanzamiento de huesos de aceituna, y la del congreso a C. Álvarez de Toledo, adalid de la lúcida moderación parlamentaria.  Si a ello añadimos la talla política de los líderes elegidos para El Ayuntamiento y Comunidad de Madrid, el panorama es desolador para confiarle a Casado la arquitectura del estado.

Así ocurrió en el PSOE, donde Sánchez ganó cegado por el revanchismo hacia una ejecutiva, que le obligó a dimitir para permitir gobernar a la oposición con una abstención que él ha estado un año reclamando como necesidad de estado.

Pero en el caso del este último personaje, el problema se agudiza porque resultó ganador de las elecciones y ha sido designado por el mismo rey al que ningunea, para gestionar esa arquitectura del estado. Deberíamos aprender de una vez la lección de que las elecciones no son competiciones de estética ni de glándulas, sino de principios y de intereses.

La izquierda y la derecha españolas, como las buenas aficiones futbolísticas, son viscerales y se alegran tanto de los fracasos ajenos como de las victorias propias. Muchos votantes socialistas, estupefactos con el opaco contenido de los acuerdos con los nacionalistas, comprarán los razonamientos de Moncloa porque es la oferta razonable que se les ofrece machaconamente y porque el enemigo está cabreado. Lo que siempre es buena señal.

El famoso verso de Calderón “… nada es verdad ni mentira” es la piedra angular de la trayectoria de Sánchez.  

El populismo se alimenta de las emociones que una buena estructura de comunicación difunde y Sánchez tiene la mejor, secundada por algunas cadenas privadas de amplia audiencia que le son más incondicionales que la propia rtve. Las competencias asignadas a Iván Redondo bunkerizan a la Moncloa, incluso contra Ferraz.

El poder que cree ostentar, pese a presidir un gobierno de coalición y contar con una exigua representación parlamentaria (2 votos le dieron la investidura), es absoluto. Tanto, que ha conseguido que deje de importar lo que dice y a este paso puede conseguir que deje de importar lo que hace.

Eso le permite presentar el nombramiento de La Fiscal del Estado que interesa a sus acuerdos con los nacionalistas como “impecable” sin pestañear, que nos parezca una gracia que un ministro en su toma de posesión asegure que “no está de acuerdo con el contenido parcial del ministerio que le han encomendado, pero es lo que hay”, o que haya firmado un documento con el PNV en el que afirma que “va a adecuar las estructuras del estado para dar encaje a los sentimientos nacionales de Cataluña y País Vasco”, sin que nos sorprenda.

El absolutismo ha llegado a La Moncloa y veremos suceder todo aquello que Sánchez necesite para mantenerse en el poder, envuelto en el color del cristal preciso para convencernos de que es lo que nos conviene a todos. La duración del nuevo periodo absolutista dependerá de que sus socios parlamentarios, que no respetan el principio de soberanía nacional, sigan consiguiendo objetivos.

A la incertidumbre del futuro se le están añadiendo riesgos imprevisibles.

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