Decía D. José Ortega, o tal vez fue Gasset, en eso también hay agudos “salvapatrias” que aun dudan, que España era la mejor nación del mundo porque llevaba siglos existiendo y había llegado a ser un imperio contra la voluntad de la mitad de sus habitantes.
El día que nos pongamos de acuerdo en algo, nos salimos de la historia.
Es verdad que abordar la exhumación del personaje cuarenta y tres años después de su muerte, bajo el paraguas legal del Real Decreto con carácter de urgencia, resulta chusco. Es verdad que la medida legal, por el momento en que se toma, puede esconder segundas intenciones más o menos electoralistas. Es verdad que la improvisación con la que se hizo, impidió percatarse incluso de la existencia de tal o cual panteón familiar en la Catedral de La Almudena que convertía el remedio en enfermedad.
Hay más complementos circunstanciales en el análisis de esta decisión, pero las sombras del camino no nos pueden ocultar la realidad de un hecho que debía haberse abordado antes y de forma más acertada.
La decisión de inhumar en El Valle de Los Caídos al dictador, o su Excelencia El Generalísimo como se refería a él cualquier cronista de entonces, fue tomada, como ahora la de su exhumación, precipitadamente en tres días por el gobierno de la época con Arias Navarro al frente y refrendada por el rey Juan Carlos I. Incluso con manifiestos reparos, según cuenta algún historiador, del Abad de la Basílica Luis Mª de Lojendio.
No fue la voluntad del dictador, ni de la familia (parece ser que su esposa prefería el cementerio de El Pardo). Ni siquiera de la casa civil que velaba por todos sus actos y con la que ni siquiera se contó para sus exequias.
No fue un funeral organizado por la familia lo que vivimos del 20 al 23 de Noviembre del 75. Fue el ejército quien protagonizó los actos, como se correspondía con su llegada al poder y el modo en que lo ejerció. El féretro transportado en un armón tirado por un Pegaso 3050 decorado para la ocasión, conducido por el capitán Martínez Obispo, ascendido a comandante la noche antes, le trasladó hasta la cripta en la que todavía descansan sus restos.
Existe tanta hemeroteca y tanta bibliografía de lo sucedido en aquellos días que resulta innecesario extenderse.
La mañana del 23 de Noviembre del 75, y fui testigo directo de los hechos, la distancia que separaba a la comitiva fúnebre que bajaba por la calle Bailén de la comitiva real que subía por la Carrera de San Jerónimo, era la que separaba a una España que moría de otra que bostezaba, como decía Machado.
El brillo de esperanza en las miradas al futuro, contrastaba con el miedo a repetir un pasado aun presente tres calles más arriba. Ahora nos ocurre lo contrario, miramos con menos confianza al futuro que a los últimos 40 años.
La salida de los restos del dictador del Valle de Los Caídos de lo único que nos libra es de la gran paradoja de tenerle descansando, nada menos que al abrigo de una basílica, junto a las más de 33.000 víctimas a cuyas familias, esa misma Iglesia negaba el derecho a ser enterrados en cementerios municipales por su falta de creencias.
El cementerio civil de Madrid es hoy, tras la constitución del 78, una pieza histórica. Entonces era un destino obligado para los que se atrevían a pensar libremente. Imagínense la situación en pueblos donde no se podía elegir cementerio.
El Valle de Los Caídos no es, ni será nunca un lugar de reconciliación. No fue construido con esa intención ni se ha utilizado nunca en ese sentido.
Dejemos a los muertos descansar en paz, cada uno donde le corresponda y hagamos un monumento, aunque sea en cada una de nuestras “memorias históricas”, a los que dieron la vida por ser y sentirse diferentes a cualquier régimen establecido.