Opinión

El verdadero monstruo de Frankenstein

Mucho se ha escrito sobre el Gobierno "Frankenstein". Aquella expresión la ideó Alfredo Pérez Rubalcaba para criticar la extraña mezcla de partidos que trataba de aglutinar, el por entonces criticado internamente, Pedro Sánchez para tratar de hacerse con la Moncloa. Desde luego, se trata de una expresión afortunada. No sólo remite al público una amalgama grotesca, horripilante e indeseable de piezas, sino que advierte de que se trata de una coalición parlamentaria a la que se insufla vida de forma artificial y despreciable. Sólo un socialdemócrata de los de antes podría haber proferido un insulto tan completo.

Sin embargo, esa imagen tan horripilante que ha llegado al imaginario colectivo, surge de la brillante interpretación de Boris Karloff. Su rostro cuadrado y altivo resaltado por un ligero contrapicado e incrustado entre dos tornillos ha perdurado en nuestro subconsciente aterrorizando a sucesivas generaciones durante casi un siglo. En esta gran película, pero pésima adaptación, el monstruo sólo conoce la ira y el terror porque el cerebro que el Dr. Victor Frankenstein utiliza para realizar su macabro experimento es el de un asesino. Las parodias a tal guión, entre las cuáles la mejor sea probablemente el “Jovencito Frankenstein” de Mel Brooks, sólo nos han grabado a fuego el recuerdo de una historia de un monstruo malvado por una motivación vaga y simplona.

La novela original dista mucho de ser así, y sería demasiada casualidad que alguna de sus advertencias se pudieran utilizar para explicar de forma más clara y profunda el panorama político actual, pero la historia del proceso creativo de Mary Shelly está plagada de casualidades maravillosas que incluyen tormentas y amigos conocidos, hasta vampiros.

“Mi maldad procede tan solo de mi desdicha” nos dice el infame monstruo en uno de sus numerosos soliloquios. Shelly no plantea sólo una novela de terror, sino que anuncia la llegada de un tipo de hombre nuevo. De ahí el subtítulo de la novela, “el moderno Prometeo”. Escribe en un momento donde comienza el lento proceso que destruirá los cánones del modelo de hombre adulto y racional de la Ilustración, ahora aparece un individuo herido.

Durante todos sus sermones, la criatura trata de justificar sus crímenes en un magnífico argumentario de victimización. Por qué, se pregunta la bestia, debo ser misericordioso para con los demás, si ellos se muestran tan implacables conmigo. Por qué, concluye, debo respetar al ser humano.

Vivimos tiempos donde ambos lados del espectro plantean construcciones similares para justificar cómo debilitan las instituciones democráticas. La victimización de la izquierda es clásica, se basa en que ellos están legitimados para ocupar el poder sine die porque son los traductores de la voluntad del pueblo reprimido y perseguido, por lo cual pueden acometer numerosos desprecios contra quienes no piensan como ellos, en nombre del pueblo, el progreso, y en definitiva del bien.

Los conservadores plantean hacer una guerra contra todo lo que denominan “marxismo cultural”, cuya definición es tan maleable que cabe todo lo que sea un paso más moderado que el Opus, porque dicen que atenta contra su estilo de vida atribuyendo a estos otros el primer disparo en la batalla. Este contragolpe cultural que parece en auge en nuestro país ha persuadido, y esto es lo extraño, a quienes fueran liberales. Pero tras su estúpida retórica de un legítimo ajuste de cuentas, tan sólo se esconde un sentimiento tribal que necesita ser alimentado con un resentimiento hacia unos otros, sean quienes sean.

Mary Shelly, con lucidez, nos señala en todo momento el norte moral, y aunque Victor parece en un momento compadecerse del monstruo, recapacita y jura acabar finalmente con él. Esperemos, que cuando vuelvan a serenarse nuestros liberales, y vuelvan a defender lo que realmente decían defender, nuestro verdadero monstruo del tribalismo no haya triunfado en exceso.

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