Opinión

28-M Elecciones ante el ocaso del parlamentarismo

Asamblea de Madrid
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El pasado día 28 de marzo, el Portavoz del Grupo Parlamentario Socialista, D. Patxi López, admitía no saber por qué se había vuelto a prorrogar el plazo de presentación de enmiendas para la tramitación de la Ley ELA, proyecto presentado por el Grupo Ciudadanos y cuya toma en consideración fue adoptada por unanimidad.

Este sorprendente descuido es del todo sangrante, no sólo por la necesidad de la ley, sino porque el plazo de presentación de enmiendas se ha ampliado hasta en cuarenta ocasiones. La justificación oficiosa fué que se estaba a la espera de que el Gobierno remita un proyecto más general.

No deja de ser preocupante que uno de los diputados con más poder de la Cámara admita sin tapujos que el papel del Congreso no es el de tener la iniciativa legislativa, sino aprobar los Reales-Decretos Leyes que remita el Consejo de Ministros.

No es el único desplante obsceno que ha pasado bastante desapercibido para el grueso de la opinión pública. Por desgracia, hay ejemplos de todos los colores. Uno de ellos se vivió el 16 de marzo cuando la Ley de derechos y garantías al final de la vida en Castilla y León entró en vigor.

En este caso, el Grupo Parlamentario Vox había estado solicitando continúas prórrogas para ampliar el plazo de presentación de enmiendas. Tras seis meses de retraso, dada la intensidad de trabajo de dicho grupo, finalmente no presentaron ni una sóla enmienda. Seis meses de retraso que a sus señorías firmes defensores de la patria cobraron y que seguro se le hicieron eternos a quienes padecían en el hospital dolencias terminales.

Poco se puede decir de la recientemente disuelta Asamblea de Madrid. La legislatura más corta de la historia, esperemos que mantenga el récord lo que quede de régimen constitucional, no ha conseguido aprobar un sólo presupuesto.

Al dictamen presentado por el gobierno de Díaz Ayuso, el Grupo Vox – sumiso en el resto de votaciones importantes, dado que la Presidenta popular ha adoptado buena parte de su ideario – sí presentó enmiendas parciales, pero lo hizo fuera de plazo y, por tanto, no las pudo negociar. Lo paradójico es que esta situación no causa ni la más mínima erosión al gobierno, quien afirma haber cumplido con su programa electoral.

Si éstas dinámicas resultan extrañas, el eterno problema del sistema de representación, prohibición constitucional del mandato imperativo mediante, se ha agravado en estos años. A lo largo y ancho del país hemos visto la compra indiscreta de cargos electos, hasta tal punto que un Presidente autonómico, D. Fernando Miras, ha sido declarado tránsfuga por el Congreso, tras dinamitar dos grupos parlamentarios.

Este mal imitador de la parodia del Silvio Berlusconi pintado por Sorrentino no sólo es despreciado sino que es aclamado, no por su buena forma de gobierno – hasta la prensa conservadora mira con pudor que los miembros del PP murciano parecía que alcanzaban la inmunidad de grupo antes que las personas que sí necesitaban cuanto antes las vacunas contra la COVID-19 en los peores compases de la pandemia – sino por vestir de corbata azul, impidiendo que los – inserte cada cuál el epíteto más delirante que se le ocurra– del CS, PSOE o Podemos ganen cualquier tipo de poder territorial.

El 28 de mayo regresamos a las urnas, pero no sabemos bien por qué lo hacemos. Los parlamentos surgen al tomar mayor capacidad legislativa y como una evolución natural de las cámaras bajo-medievales que nacieron para controlar el poder del rey al garantizar que las acciones de gobierno del mismo respetasen el tradicional acuerdo entre el monarca y el reino.

Los liberales del XIX entendieron que esta forma de gobierno resultaba óptima, no sólo para impedir la peligrosa concentración de poder en una única figura, sino para garantizar una calidad mínima de la deliberación pública. Como hemos visto, estos conceptos se han decidido olvidar.

Como explica Sánchez Muñoz, en “Los partidos y la desafección política: propuestas desde el campo del derecho constitucional”, se ha producido una pérdida de la calidad representativa.

Los sistemas representativos fundamentan su legitimidad en la existencia de ciertos canales comunicativos entre los representantes y representados sustentados en la receptividad (responsiveness) y la rendición de cuentas (accountability). Los partidos políticos, soporte y organización de los Grupos Parlamentarios, han fallado en su responsabilidad de velar porque exista esta buena comunicación entre gobernantes y gobernados.

De hecho, las dinámicas de competición intrapartidista hacen que sus Señorías se transformen en auténticos caciques de su terruño, mientras que su actividad parlamentaria consiste en realizar una pregunta sobre una política y cambiar hasta en diecinueve veces el ámbito territorial afectado. Esta forma de actuar, sólo ha creado una coyuntura general de hartazgo y desinterés hacia la política.

Para sobrevivir, los propios candidatos y líderes han tenido que generar, de una forma u otra, estructuras discursivas que empaticen con este cuestionamiento del funcionamiento de las instituciones, de partidos y de otros actores, en especial, los partidos rivales. Este método ha servido de combustible para acelerar un nuevo problema, la polarización política.

Especialmente durante la reconstrucción de los años cincuenta, la política institucional europea se basaba en la creación de grandes consensos, el respeto a las reglas democráticas – pactos de caballeros para impedir las concentraciones excesivas de poder en momentos de crisis institucional – y el debate político desde una concepción incremental de las políticas públicas, a partir de la cuál la opinión de los contrarios es respetada y tenida en consideración.

Esto logró reunir a la opinión pública alrededor de una gran hegemonía democrática. Sin embargo, el desprecio hacia la labor parlamentaria y la concentración de la función legislativa en manos del gobierno, han dinamitado estas bases que sustentaban la cultura política, sustituyendola por el desprecio permanente a quien no se adapta de forma consistente a las opiniones volátiles y contradictorias de quien se supone ocupa un espacio político.

En definitiva, el parlamentarismo parece agotarse porque los partidos políticos, al fallar en su labor representativa, han cambiado su modo de gobierno y las bases sobre las que gira la contienda electoral.

Por ello, es necesario una transformación profunda de nuestro modelo de democracia. Y para que esta reacción sea eficaz es necesario abrir de una forma integral la participación política a la acción directa de los ciudadanos en las instituciones, no porque los ciudadanos tengan un especial interés por la política o porque estén capacitados para tomar decisiones coherentes que puedan llevarse a cabo de forma eficaz – como han refutado Aachen y Bartels en su “Democracia para realistas”, sino porque es la única forma de reconstruir los puentes que nuestros representantes han decidido dinamitar para sobrevivir.

Sergio Pedroviejo Acedo

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