Opinión

Un día de playa

Todo comenzó una mañana en que mis inclinaciones filantrópicas me convivieron con los deseos ajenos y acepté disfrutar de un día de playa con mi santa esposa. Nuestro primer paso fue visitar una tienda cuyo cartel de recibimiento "Tenemos casi de todo" auguraba un buen pronóstico. Nos  surtimos de lo necesario, amén de lo que portábamos de origen: sombrilla, dos toallas, una especie de alfombra enrollada como primera superficie de contacto con el suelo, varias botellas de agua y un enorme bolso conteniendo infinidad de objetos a decir de su peso.

 “La playa -nos dijeron- está cerca, a unos quinientos metros (ahora soy consciente de que las medidas no dicen mucho acerca de su comprensión) Nos encaminamos a nuestro destino bajo un sol inmisericorde que me hizo desear un buen sombrero mexicano y, cuando avistamos el lugar de recreo, infinidad de gotas de sudor descendían ya por mi cara hasta depositarse en el suelo.

Cuando pisé la arena sentí que multitud de partículas se introducían entre mis pies y las chanclas. Prescindí del calzado y lo llevé en un dedo que asomaba libre. ¡Craso error!, en cuanto volví a pisar la arena caliente no pude evitar dar un respingo, advertido por mi fiel y leal compañera que esbozó una sonrisa y, a continuación, un gesto apretado y una mirada al cielo.

Caminaba unas veces con gran zancada para que el pie que en ese momento permanecía en el aire reposase lo suficiente antes de tocar de nuevo el infierno y, otras veces, con paso corto y apresurado para limitar al mínimo el contacto con la tierra.

¡Cuánta arena había hasta llegar al agua!

Como es sabida la comprensión de mi queridísima, que ya había comenzado a vaticinar sino habría sido conveniente abordar la experiencia en solitario, me dijo:

- ¡Ahí, tienes un chiringuito! Y, también:

- Vamos a acercarnos más al mar, la arena estará húmeda y la brisa hará más llevadero el calor.

Nos aproximamos al agua tanto como fue posible, y las buenas gentes que debían de permanecer allí desde hacía tiempo nos permitieron.

Paramos en el lugar que parecía más adecuado y descargamos en el suelo todos los enseres. Yo, aún continuaba dando saltitos. Enterré los pies en la arena, con lo que descansaron algo mis plantas, pero una nueva sensación insoportable de quemazón abrigó mis empeines. 

Ahora debía, como primera medida, clavar en la arena el mástil de la sombrilla,  pero entre el kit de montaje no había ninguna maza, con lo que volqué con ganas todo mi cuerpo sobre el palo para hincarlo profunda y definitivamente, tanto que perdí el equilibrio y caí a plomo sobre la arena. No miré a mi alrededor, sabida es la costumbre de este país por reírse cada vez que alguien da con sus huesos en tierra. Así que, me levanté como si nada hubiese ocurrido, con gesto intrascendente y decidido a continuar con mi empresa.

- ¿Quieres que lo intente yo? – escuché.

Pero, sabido es que el orgullo masculino no permite dejar en manos femeninas aquello que debemos hacer nosotros, a pesar de los inconvenientes.

Conseguí finalmente montar el paraguas y, bajo él, mi estancia, un pretendido y cómodo reposo para abordar los próximos momentos.

- ¿Me pones un poco de aceite en la espalda? - dijo mi amantísima, mientras incomprensiblemente ya se encontraba tumbada de espaldas sobre la toalla y... ¡a pleno sol!

- Ahora no puedo - dije- tengo las manos llenas de arena y el cuerpo también por la caída y, si lo hago, voy a aplicarte una mezcla de tierra, sudor y aceite.

- ¡Esta bien! - me dijo- se lo tendré que pedir a otro...

Una mueca de desaprobación fue suficiente para hacerla desistir, comenzando, entonces, a alargar sus brazos y flexionar los codos tanto como pudo para llegar a cubrir la máxima superficie de su cuerpo con el potingue.

Yo andaba ocupado adecentando mi estancia, limpiando de arena la toalla y, también, a mí mismo; lo que no era tarea fácil, porque una leve brisa volvía de nuevo a depositar arena sobre los lugares limpiados con anterioridad. No sabía cómo hacerlo. Entonces, ella dijo:

- ¿Por qué no te bañas?

No le contesté, ¿acaso no era consciente de que si volvía mojado toda aquella arena de la que no había conseguido deshacerme se convertiría en barro?

Tras acabar sin demasiada pulcritud con la limpieza, me puse en cuclillas buscando la exigua sombra, entendiendo que no existía otra forma de resguardarme del sol abrasador y que debería ser prudente para no dejar descuidadamente fuera de abrigo ningún trozo de carne. Bajé más la sombrilla, hasta que mis ojos no tenían más horizonte que los flecos de tela.

- ¿Tenemos que estar mucho tiempo aquí? - pregunté

- Lo que tú quieras - contestó sin hacer ademán de levantarse

- Si quieres, puedes ir a tomar algo al chiringuito - añadió.

Miré hacia el pretendido oasis. No estaba tan cerca, ¡había que cruzar un auténtico mar de arena!. Me acordé entonces de las películas de vaqueros, cuando el proscrito, para deshacerse de sus perseguidores, debía atravesar un desierto y así alcanzar la libertad. 

Le contesté:

- Cuando salga de aquí, no regresaré.

Empecé a sentir cada vez más el calor. Mi compañera se había bañado al menos dos veces. De modo que, ante su nueva sugerencia, consentí en hacerlo yo. Casi me arrastré por la toalla para no tropezarme con el paraguas necesariamente bajo. Cuando me incorporé sentí que estaba siendo observado. Hice caso omiso, limpié mis piernas de tierra otra vez y me dirigí decididamente hacia el agua, aguantando la arena caliente: estaba aprendiendo a convertirme en un superviviente y ahora ya nada podría hacerme flaquear. 

Me equivoqué de nuevo, tan pronto como mis pies se bañaron con las primeras aguas - una especie de espuma de color grisáceo- un montón de pequeñas piedras volvieron a pincharme. No pude evitar arquear las piernas al tiempo que exclamé algo que no creo sea necesario repetir. Aceleré el paso para adentrarme definitivamente mar adentro. 

¡Qué sensación más horrible sufrí! ¿Cómo puede agradar pasar del calor al frío en tan solo unos instantes? Permanecí varios minutos en el agua cavilando cómo debería emprender el regreso mientras trataba de ver si algún pez o bestia marina se encontrase cerca con no muy buenas intenciones.

Cuando regresé tras el baño a mi morada particular, no sin antes sufrir otra vez los episodios descritos con anterioridad, ya no sabía cómo afrontar los nuevos inconvenientes. No podía permanecer fuera de la sombrilla mucho tiempo y, si me adentraba en su interior, pasaría lo que había pronosticado: el lugar de descanso se volvería insufrible.

- ¿A qué está buena el agua? - dijo, entonces, mi linda, excelsa y grácil camarada.

Tampoco esta vez contesté. Sentía como la arena había llegado ahora a las partes pudendas, mientras miraba el final de mis piernas: ¡nunca las había visto tan sucias!

Nuevamente en cuclillas, bajé el paraguas un poco más, hasta casi tropezar con mi cabeza, aceptando con resignación el rato que aún me quedaba por permanecer dentro y afirmando:

- ¡No pienso moverme más de aquí! Ahora fue ella la que no me contestó y, transcurrido un breve espacio de tiempo, afirmó:

- Podemos irnos ya, si quieres.

Por un lado me alegré, pero no pude evitar preocuparme por la vuelta. Entonces añadió:

- Tranquilo, en las duchas podrás limpiarte

Así fue; tengo que reconocer que la bocanada de agua limpia mitigó de algún modo el calvario sufrido durante más de una hora larga.

Ha pasado una semana  y,... ¡os lo juro, amigos!, aún no me he recuperado, y ahora más que nunca, prefiero los cuerpos níveos.

Comentarios