Rabas de calamar

La orden de reclusión llegó cuando estaba en la pescadería del supermercado comprando boquerones. El pescadero jefe habilitó entonces un cuarto trasero, sacando fuera cajas de cartón y diversas mercaderías, precipitadamente una caja de rabas de calamar envueltas en papel de estraza, produciéndose el goteo constante de un líquido viscoso al suelo y un olor indescriptible, de esos que se alojan en la nariz indefinidamente.

En un espacio disponible, no superior a cinco metros, puso una silla de madera y me invitó a sentarme “tan cómodamente como pueda”, me dijo sonriendo, para después asegurarme que el espacio estaba suficientemente ventilado, señalándome una abertura en el techo parecida a la que hay en el aseo de la bodega de Matías. Luego me dijo que dispondría, sin coste, de un enchufe que debería utilizar, alternativamente, para encender un flexo o para mis necesidades. “Fuesen las que fuesen”, añadió.

Su hospitalidad me resultó franca, y le di las gracias. Un par de horas más tarde le comenté que me aburría. Al poco rato, volvió de la mano de una señora que, según parece, había encontrado en la carnicería comprando un cuarto y mitad de pollo. Trajo otra silla y la colocó en el extremo opuesto de donde yo estaba, para mantener la distancia recomendad de dos metros. “¡Anda!, si todavía sobra espacio”, dijo al irse.

De esto hace ya más de un mes. No he podido hablar con mi santa, porque en este sótano no hay cobertura y el encargado pescadero no me deja salir después de haberme preguntado a lo que me dedicaba y responderle yo que a mis labores. “Eso no es una actividad esencial, por ahora no puede usted salir”, afirmó sin darme oportunidad de responderle.

Una de las veces en las que venía a traernos la comida le he comentado que a mí también me gustaría aplaudir a nuestros sanitarios, como todo el mundo. Me ha traído una escalera plegable, por la que asegura se puede llegar al techo y, por tanto, al respiradero.

La relación con la señora no va mal, pero tampoco avanza. De hecho todavía no sé ni cómo se llama. Se pasa todo el día sentada en la silla haciendo punto y, cuando para, saca una libreta, me mira fijamente, y toma notas. No sé lo que escribe, y mi curiosidad es cada vez mayor. He estado a punto de preguntárselo en diversas ocasiones, pero a ver cómo le dices a alguien. “oye tú, ¿qué es lo que escribes?”

Así que no le he dicho nada. Tengo miedo de que volvamos al principio, cuando ni siquiera me daba las buenas noches. Además, el día que le dije al pescadero al oído que por qué no se la llevaba, y éste me contestó que de momento no podían ubicarla en ningún sitio, ese mismo día, no me miró ni tomó notas y, después de todo es uno de los momentos mejores del día, en los que me siento realmente importante para alguien.

Esta mañana, al traernos el desayuno, me ha dicho el pescadero que ya pueden salir los que se dedican a actividades no esenciales, desde hace más de dos semans, que se le ha olvidado decírnoslo antes porque ha tenido mucho lío.

La señora ha guardado las agujas y el ovillo y ha cruzado los brazos en señal de espera, pero, yo pienso poner una demanda al establecimiento por deficiente gestión de recursos; y una penal por desórdenes psicológicos, con el agravante de afectación aguda del sentido olfativo originada por rabas de calamar en estado de descomposición. Por mucho que ellos se empeñen en decirme que eran frescas.