Opinión

Orgullo

Invierno, principios del año 78, yo tenía veintiún años y hacía la mili en una Academia Militar. Estaba arrestado en prevención, lo que significaba que al terminar mi ocupación debía volver a un cuarto interior y oscuro en donde permanecería el resto del día y de la noche, intentando dormir, portando solo una manta y un cabezal, con un frío que me hacía ovillarme en un rincón castañeteando los dientes. 

En esta época, además, no me entregaban la correspondencia –tendría que extenderme demasiado para esclarecer el por qué me encontraba así. Hacía dos años de la muerte del Dictador, los militares estaban muy soliviantados y te complicaban la existencia por cualquier cosa, amén de que dirigir y mandar constituía su mayor distracción –, lo que significaba perder de hecho el contacto con el exterior, salvo los permisos otorgados para llamar a mi familia desde una cabina telefónica, permisos que debía solicitar hasta para ducharme, siempre con el tiempo tasado (uno de los motivos por los que me aumentaron el castigo fue por llegar tarde, más de una vez, al no mirar compulsivamente el reloj)

Durante el día iba a una oficina, una especie de secretaría del Coronel, máximo responsable de la Academia. Allí estaban destinados dos militares, un comandante y un capitán, ambos de avanzada edad, sobre todo el capitán, un tipo muy peculiar, tanto por su aspecto físico como por sus maneras: escuálido, superando escasamente el metro y medio, con un tic nervioso que le hacía ladear la cabeza con regularidad, más cuando algo le sorprendía, lo que sucedía a menudo, supongo que como consecuencia de una vida escasa en novedades, paciendo en algún cuartucho entre aquellos muros.

Aficionado a la fotografía, hacía cientos de tomas del edificio, de las puertas, de los pasillos interiores inmensamente largos y vacíos, cuando él los retrataba. Creo que nunca vi foto alguna que no fuera de esos motivos, de ningún ser vivo. Siempre en blanco y negro y siempre reveladas y positivadas en su cuarto oscuro, donde debía estar todo el rato después de salir de la oficina.

Una oficina sacada de una novela de Dickens, de altos techos y telarañas en lugares donde era muy difícil acceder, con una ventana de doble hoja y sendos herrajes que chirriaban cada vez que se abría, lo que no se hacía a menudo como confirmaba la atmósfera viciada por la falta de aireación, y porque el capitán fumaba sin cesar, siempre de pie, cambiando constantemente de posición a lo largo de la mesa corrida ubicada en la zona central de la enorme sala rectangular. Un ir y venir del personaje que contrastaba con la quietud imperante, en aquel lugar donde el tiempo hacía mucho que se había detenido. 

Al Comandante, del que nunca supe lo que hacía, lo recuerdo siempre en su mesa, absorto entre los papeles, alzando sus ojos por encima de las gafas gruesas para descansar. Los soldaditos, dos más además de mí, comenzábamos la jornada a las nueve de la mañana. 

El Capitán era el primero en llegar. Le saludábamos como mandaban las normas, emitiendo él un gruñido imperceptible, sin mirarnos. Ahora que lo pienso, nunca miraba a nadie de frente, ni siquiera al Comandante, que entraría después, con el que cumplía diciendo “a tus órdenes”, estirándose un poco.

Paso a narrar lo que me ocurrió el primer día, el primer día de una estancia que se prolongaría durante algo más de un año:

Al entrar, saludé a mis amos y me senté donde me ordenaron. A continuación, el Capitán, de pie, me explicó lo que debería hacer. 

Allí se recibía toda la correspondencia dirigida al Coronel de la Academia, y se hacía un resumen de cada carta, a máquina, una Olivetti negra cuyas teclas provocaban un sonido estridente, rompiendo el silencio de la estancia que también se turbaba cuando alguien entraba o salía. Ningún ruido venía de la calle, por donde apenas pasaba nadie: además, como he dicho, su única ventana estaba siempre cerrada. 

El resumen a máquina del asunto de las cartas lo hacía siempre el Capitán, y nosotros, los subordinados, deberíamos después pasar el mismo resumen a un libro inmenso de color rojo oscuro, formato horizontal, hojas rayadas y muescas de color destacado en los vértices. 

Entonces, me mostró el Capitán la correspondencia resumida a máquina del día anterior, y después me dio el libro diciéndome que escribiese allí lo mismo, con buena letra. Así lo hice y, al acabar, se lo comuniqué, como también me indicó.

Acudió. Yo estaba sentado y el abrió el libro sobre la mesa que yo ocupaba, Yo seguía sentado en la silla. Él, de pie, con las hojas escritas a máquina en una mano, contrastando ambos trabajos. 

Noté que su cuerpo, casi pegado al mío, vibraba. Habían comenzado los tics, muy seguidos. Yo no sabía lo que le pasaba y no me atrevía a levantar la cabeza para mirarle a la cara. Entonces, se agachó y, enseñándome lo que yo había hecho, me advirtió señalando con el dedo: aquí no has puesto coma…aquí tampoco... ni aquí. Ahora podía ver su gesto adusto, percibir su enojo, un enojo que a mí me resultaba incomprensible. 

Y así siguió durante mucho tiempo, reprochándome no haber puesto comas donde en su opinión debería haber. Yo no decía nada, hasta que en una ocasión, con la voz muy bajita me atreví a sugerir: 

- Perdóneme, mi capitán, yo creo que aquí no hay que poner coma.

Volvió a conmocionarse y, elevando la voz, me dijo: 

- ¡Mira, chaval, cuando demuestres que puedes corregirme entonces lo harás! 

Intentando calmarse, continuó contrastando los dos informes. Entonces dije yo:

- Mi capitán, individuo no lleva acento.

- ¡Sí lleva!, me replicó muy agresivamente.

- No lleva –contesté pausadamente– porque es una palabra llana y termina en vocal.

- ¡Por eso mismo, por eso lleva acento!, volvió a replicar con energía.

Se fue airadamente, cogió una escalera para acceder a unos tomos de color uniforme que había en la enorme librería, diciendo: 

- ¡Ahora mismo voy a consultar el diccionario!

Me dio tiempo de mirar a mis dos compañeros: estaban a los suyo, sin cuchichear, parecían dos miopes besando la mesa, probablemente pensando que este gilipollas –yo – se la estaba buscando. También observé al Comandante; con sus ojos elevados por encima de las gafas, esperando el resultado.

El Capitán cerró el libro, se bajó de la escalera y dijo tan serenamente como pudo:

- Efectivamente, individuo no lleva acento.

No recuerdo muy bien cómo transcurrió el día, tan solo que a las seis de la tarde, cuando debería irme, me dijo:

- Tú, chaval, quédate un momento.

Al quedarnos solos comenzó a insultarme, a decirme que mi madre sería una puta, y mi padre un rojo rebelde, que yo era un desgraciado, un imbécil que había estudiado, pero que no tenía ni idea de la vida…, y no sé cuántas cosas más. 

Aguanté como que pude, sin decir nada. 

Hizo lo mismo durante días: retrasar mi hora de salida para insultarme a mí y a mi familia.

Después alteraría estos episodios con momentos en los que me contaba su vida. Había sido combatiente en la Guerra Civil. Fui consciente de que intentaba provocarme para arruinarme, lo que no era obstáculo para que en otros momentos me hiciese su confidente. Debe ser la conducta de los pirados y los maltratadores de cualquier tipo, buscar la empatía y la confidencialidad cuando ellos quieren o lo necesitan, porque no se aguantan a sí mismos, ni su soledad.

Ahora, hasta los políticos dicen sentirse humillados, pero yo nunca he sabido muy bien que es eso del orgullo. Tan solo sé que aquel capitán, probablemente en los cielos desde hace tiempo, ganaría la guerra, pero aquella batalla la gané yo.

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