Opinión

Mis felicitaciones

Se aproxima el final del año y, como siempre, expertos analistas nos hablarán sobre lo más sobresaliente: los mejores libros y discos, la palabra del 2018, los acontecimientos sociales o políticos más destacables... Y ahí estaremos nosotros, espiando nuestra propia vida, nuestros errores y nuestros fracasos. También como siempre. Por cierto, creo que este artículo, o parecido, también lo escribí el año pasado, no iba a ser yo la excepción, no me gusta ir voluntariamente contracorriente, si no es necesario. 

Leía, en lo que podría ser también la síntesis de uno de los acontecimientos principales, la columna semanal de Elvira Lindo en el País, hablándonos del fenómeno VOX y su acertada conclusión acerca de que lo que mantienen entre sus máximas, con lo que golpean nuestra conciencia de ciudadanos patriotas como Dios manda, es lo que hemos escuchado tantas veces a nuestro alrededor, incluso a nosotros mismos, sobre política territorial o inmigración.

He recordado lo que fue la palabra de 2017, o una de ellas, “oporofobia”, la fobia al inmigrante pobre, al que no tiene donde caerse muerto, porque a los demás no es necesario volver a recalcar cómo se les recibe. Retornando al auge de ese partido, alguien cercano me dijo: “no sé de qué se extraña tanto la gente, si lo mismo que dice lo he oído muchas veces en la voz de otros partidos” Y, tiene razón, y añado que, no solo eso, sino que los líderes están dispuestos a decir lo que queremos escuchar. Ah, ¿qué no lo sabían? Vale, si quieren nos echamos unas risas a costa de nuestra afable credibilidad, casi de inocentes.

Podría hablarles de lo más relevante del año que cierra, pero, ¿para qué?, si ya escucharán voces más versadas que la mía.

Yo, de momento, me despido deseándoles las mejores fiestas posibles, extensivas a los responsables y colaboradores de este medio, con unas líneas para la reflexión:

Cubierta con un pañuelo y apoyada en el marco de la puerta de entrada al supermercado, casi dormida, tiene una mano extendida. Viste leotardos de color neutro hace tiempo manchados  y una falda, diríase negra, vuela sobre su cintura hasta reposar en un suelo frío y sucio. 

Siempre la encuentro en el mismo lugar y cuando paso junto a ella no sé si la molesto o inquieto su duermevela. 

Alza sus ojos para verme y rogarme algo que no entiendo;  yo esquivo su mirada o finjo no verla, y un sentimiento de dolor me punza.

Me aproximo, le alargo una moneda y, al tocar levemente su mano, tengo ganas de huir,  porque si no lo hiciera no podría continuar con mis pensamientos. Me responde con una leve sonrisa y unas palabras que interpreto como de gratitud que me hacen erguir con prisa, mientras emito una mueca que no sé si es de ausencia o consciente de una realidad tantas veces ajena.

Cuando me alejo, soy uno más entre los que transitan formando una masa uniforme, aunque yo hace tiempo que no veo a nadie. Probablemente ya nos hayamos acostumbrado a observar la desgracia, pienso.

He oído decir que, cuando oscurezca, se levantará pesadamente, simulando cojear, para dirigirse a alguna parte y buscar cobijo junto a los suyos, compartiendo viejas mantas fétidas debajo de algún puente inhóspito con sonido atronador, por el que evitaremos pasear, acaso construido para la circulación de los vehículos que se dirigirán a celebrar estas fiestas, entre familia, compartiendo manjares; sufriendo las ausencias de los que ya no están con nosotros y ahora extrañamos especialmente. Entonces recordaré fugazmente que aquélla mujer me felicitó la Navidad.

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