Opinión

Incivismo

Surgen sentimientos contradictorios en la contemplación, cada vez más habitual, de personas hurgando entre la basura, removiendo detritus en recipientes malolientes y grasientos para rescatar algo de ese desperdicio. Es la evidencia de nuestro fracaso como sociedad presuntamente avanzada, la opulencia en oposición a la necesidad; y no puedo evitar el gesto adusto cuando observo los vidrios rotos inundando el suelo, la porquería desparramada aumentando el hedor: el retrato de la inmundicia, la carestía que recuerda el exceso, el golpe seco de la consciencia alertada especialmente en estas fechas. 

Veo alejarse a quien antes provocó el desorden, en una vieja bicicleta a la que se ha incorporado un portaequipajes casero para llevar lo que ni siquiera acierto a saber para qué puñetas servirá, y esgrimo una mueca de desdén mientras paseo al perro, sorteando los imperceptibles y diminutos cristales que se extienden por todas partes para que no se hiera.

Pienso en el incivismo de la gente, en el tiempo en el que el servicio de limpieza se interrumpirá, coincidiendo  con el momento en que más residuos generamos. 

Mi crítica aumenta al ver como los otros dueños de mascotas no recogieron las heces, valiéndose de la soledad o la oscuridad, en la insolencia del anonimato para dejar ahí sus mierdas. Meditando sobre los que solo muestran su civismo cuando se ven amenazados por una sanción, me pregunto cuántos de nosotros volveríamos a dejar en los contenedores lo que despreciamos de estar en circunstancias críticas, cómo sería nuestra percepción del entorno si durmiésemos en la calle, si nos importase poco o muy poco lo que sucede a nuestro alrededor, si culpásemos a los demás de nuestra desdicha.

En una rápida respuesta, concluyo que dejarlo todo sin recoger, incluso con notoria alevosía no ayuda a la comprensión ajena, a la empatía (qué gran palabra, a pesar de su uso frecuente); más bien al contrario, provocará el rechazo, especialmente si son los mismos quienes, en su recorrido, regresan a los mismos lugares y conocemos ya sus rostros.  

Son variados los factores por los que las personas acaban en la extrema pobreza. Sabemos que muchos vienen huyendo de otros países, del hambre, de las guerras, y su llegada significa la esperanza tantas veces truncada. También existen casos más cercanos, que, por una mala decisión, una falta de fortuna o cualquier otro avatar se ven abocados al abismo. 

Aprendimos que el fruto de nuestras decisiones tendría traslación en los años posteriores. Por eso, muchos compramos una casa, ahorrando, sacrificando el presente en los años en que nadie se endeudaba para irse de vacaciones. Se vivía pensando en el futuro, aunque éste fuera incierto: era el mensaje transmitido por la generación anterior, la que se alimentó con las cartillas de racionamiento. Por eso cuando veo a alguien que busca en la basura, y tiene una edad o fisonomía parecida a la mía, me pregunto si su estado no se deberá a que no supo prevenir.

Una mañana de festivo, como tantas otras, fui a desayunar y vi a un conocido al que hacía mucho tiempo había perdido la pista. Alguien que desapareció de mi vida, que trabajó en la misma empresa. Me acerqué para saludarlo. Quise preguntarle cómo estaba, pero su mirada vidriosa y perdida me hizo parar en seco. Más tarde recordé lo que se comentaba de él: había pasado por una desgracia, despedido por su escaso rendimiento en el trabajo, enamorado u obsesionado por una mujer por la que decidió abandonar a su familia. Días después, lo volví a ver en la calle, buscando algo en una papelera. Observé con más detalle sus ropas roñosas. Sentí una profunda tristeza y no supe reaccionar. Después volví para buscarlo, pero nunca más volví a verlo. 

No pude juzgarlo. No quiero.

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