Opinión

De aquellos barros estos lodos

He escuchado hasta la saciedad el desencanto por el supuesto giro de Felipe González, especialmente por quienes lo auparon durante la primera legislatura en la confianza de que su ascenso al poder significaría una mejora en las condiciones de vida de las clases más desfavorecidas.

La corrupción, instalada en todas las esferas, produjo la caída del PSOE en su cuarto mandato y el ascenso del PP al Gobierno, el partido refundado desde Alianza Popular y del que, en aquellos años, se decía tener un techo político que haría improbable que pudiese ganar unas elecciones.

Como sabemos, no fue así, porque el voto tiene un alto componente de castigo y el Partido Socialista hizo deméritos suficientes como para pasar a la oposición y dejar noqueados a quienes identificaban a las izquierdas con la igualdad, la justicia social o las libertades; en definitiva, ese discurso que la mayoría haría propio pero que no se tradujo en unas políticas consecuentes, más allá de las medidas sociales que no suponen un gasto económico ni subvierten el “status quo”, esas medidas que ahora los socialistas airean con insistencia, entre otras cosas porque es lo único en lo que claramente se ha diferenciado su gestión de la de los conservadores, menos proclives a cualquier reforma porque su electorado más fiel teme cualquier concesión que amenace sus privilegios. Como el dinero, tan cobarde ante las incertidumbres.

Mucho ha llovido desde que los analistas pensaron en el techo político de los partidos de derechas, acaso porque representaban el interés de las clases privilegiadas, una minoría del electorado frente a la mayoría, de clase media y obrera.

El discurso político, falaz, embaucador, distanciado de la práctica, pronunciado por líderes a los que no les tiembla el pulso al mentirnos en la cara negando las evidencias, situándose en el extremo más indecente y confuso cuando las derechas proclaman la democracia (recordemos su significado: el gobierno del pueblo), buscando los votos entre los desfavorecidos huérfanos de voto que presencian cómo sus teóricos representantes adoptan las mismas formas de aquellos a los que dicen combatir y se corrompen confirmando que lo suyo no era amor altruista por el servicio público, sino desmedida ambición. 

Hemos admitido la corrupción y justificado las cajas B, los nepotismos, los abusos de poder o las injerencias en el Poder Judicial, porque “todos hacen lo mismo” y se vuelven a escuchar eslóganes como más vale lo malo conocido o menos robarán los que ya son ricos –craso error: la codicia no tiene límites – y hay quienes, como castigo, hasta votan a partidos xenófobos, homófobos, que ni tan siquiera condenan la dictadura franquista. Muy al contrario.

El partido socialista solo puede volver a su antiguo discurso como un soliloquio, en la confianza de la desmemoria por sus años de mandato.

A la actual situación de los partidos de izquierdas viene a sumarse ahora la crisis en Podemos, según parece por asuntos meramente personales, apartados de lo que debería ser su principal cometido. Una vuelta de tuerca en la desconfianza y en la decepción de un partido salido de la protesta callejera contra las injusticias.

Las huestes de Aznar tienen motivos para festejarlo.

Comentarios