Opinión

Cuéntame cómo pasó

Llevo casi dos décadas viendo la serie Cuéntame cómo pasó, concernido por los recuerdos de un pasado que me resultaba cercano, recreándome en mis propias experiencias, también aquellas en clave nacional que casi tenía olvidadas y ligadas a los cambios producidos a la muerte del Dictador y a la Transición. Los relatos me han parecido unos más fieles a mi recuerdo que otros, o más acertados, como un plato cocinado con mimo aunque nunca salga igual.

Sin embargo, y en mi opinión, la serie comenzó a parecerse a muchas otras, volviéndose  estridente y exagerada al encontrar muchas veces en la fatalidad su hilo conductor, sin cerrarse el tema principal con el final del capítulo, teniendo que esperar hasta las semanas siguientes para su resolución –eso si el transcurrir de nuestra existencia no nos llamaba a estar en otro lugar y nos quedábamos en ascuas–, lo que al parecer siempre funciona pero de lo que reniego, como esas series que se eternizan manteniendo el interés durante los largos intermedios de publicidad, concebidas para el gran público, al servicio de los anunciantes, o las pelis que primero te enganchan para interrumpirte después de cada fotograma.

(Por cierto, de cara a lo que compraré estas próximas navidades he consultado por internet varios artículos que no me importan en absoluto)

La serie me gustaba, pero de un tiempo a esta parte he empezado a verla con espíritu crítico, no sé si coincide en el tiempo con el descubrimiento de que algunos de sus protagonistas se lo llevaron crudo a Panamá –sin tener conocimiento y siguiendo las recomendaciones de sus asesores, faltaría más– o con las declaraciones de Juan Echanove diciendo que le habían puesto de patitas en la calle de muy malas maneras y casi sin avisar; es decir, matándolo sin que él tuviera ganas de abandonar este perro mundo.

Podría ser que la creatividad de los guionistas haya caído en desgracia, porque los actores, en líneas generales, son fantásticos, incluido el niño Carlitos, al que de adulto meten en unos líos de muy señor mío, y lo mismo se pone hasta el culo de farlopa que se va a descubrir los mares con un lobo de mar, como en el reciente capítulo, como antes hiciera a lomos de su moto.

Quizá un poco de exageración de susto o de llanto no venga mal, pero ¿qué será lo próximo?, ¿ingresar a la familia superviviente en una secta cuyo propósito sea suicidarse a las puertas del Congreso?, ¿meterlos a todos en el trullo ante el escándalo organizado porque la abuela se ha echado un novio que podría ser su nieto?

No sé, acaso la audiencia disfrute con los sobresaltos. Yo, por mi parte, me quedo con la imaginación que da de sí la vida diaria, y echo en falta las travesuras de los niños cuando se metían en un viejo camión para barruntar las cosas más sorprendentes, y la vida familiar se parecía a tantas otras, narrado con esa chipa que diferencia los malos de los buenos guionistas.

La droga está cerca, y hay quienes se pasan la vida buscando su lugar en el mundo, y en algunas familias se dan de bofetadas como los hermanos Alcántara, pero yo tengo ganas de sonreír, con la mueca que surge espontánea cuando aprecias lo que otros hacen con buen oficio e imaginación. Pero bueno, cada cual tiene sus gustos.

(Por cierto, ahora me estoy partiendo de risa al no parar de recibir publicidad de ropa para señoras embarazadas del Estrecho de Dardanelos)

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