Mi hermano nos manda un vídeo al chat familiar en el que se puede ver a un grupo cantando y tocando el cajón, algo muy de Cádiz.. y del pueblo.
En el vídeo se ve como los reyes se apean del trono y se mezclan con la multitud. Ella, la reina, marcando la distancia que se le supone a la corona con respecto a la plebe. Felipe, más natural se sienta y empieza a aporrear el cajón con ritmo de un propio. Hasta ahí el gesto. Natural en el rey y con fórceps en la reina. Se me figura que lo que se hace de forma espontánea, como una prolongación de tu forma de ser, bien está.
Pero háganme el favor de no caer en el lugar común, cada día más común, de identificar ese gesto con que nuestro rey es muy campechano.
Siempre se dijo de Juan Carlos que era un rey campechano, como el súmmum de las virtudes de un rey cercano al pueblo. La monarquía británica por el contrario, ha sabido trazar una línea divisoria. La reina Isabel no se arranca a bailar "La Macarena," y quizá es ese toque de distancia lo que le granjeó el respeto del pueblo inglés.
Ese oficio desempeñado con la contención que se le supone a una monarca de casta.
Los reyes no tienen que ser campechanos, ni ser campechano es necesariamente una virtud o una condición a perseguir. Los reyes, en tanto que figura más decorativa que práctica, deben ser reyes y figurar. Va en el cargo.
El rey en estos tiempos tiene algo a su favor y es que no necesita votos ni mayorías absolutas para reinar. Le basta el linaje y la existencia de la monarquía como institución, mientras dure.
Otro gallo les canta a los políticos de turno cuando huelen a la turbamulta acercándose a las urnas, meses antes del día D.
Ahí empieza lo que el Presidente de Cantabria bautizó con un lirismo gráfico como la "berrea", la de los políticos en celo, ansiando votos. Es Revilla político que se ha entregado tanto y con tanta pasión a la causa cántabra, como Abel Caballero, el "luminoso" alcalde vigués a los desvelos de los ciudadanos de Vigo.
Andamos en vísperas de mucho, a la vuelta de la esquina tenemos cita en las urnas, los madrileños antes, y todos los españoles, después.
Estos meses son la metáfora "warholiana" de nuestros 15 minutos de gloria. Pistoletazo de salida a la "berrea electoral”. Los candidatos se lanzan en picado a hacer la compra en el mercado del barrio, ese que no conocían, intercambiando chascarrillos con los atónitos vecinos. Los hay que visitan hospitales con la aparente naturalidad de quién va a ver a un pariente cercano en difícil trance clínico.
Otros optan por dirigirse a audiencias masivas en programas de prime time, en los que el cómplice presentador de turno les invita a humanizarse, bailando la canción de moda, llevando viandas de la tierra, o contando chistes malos, cual si estuvieran departiendo con amigotes en un bar.
¡Cuánta campechanía!
Lo políticos en época de berrea aparcan el pudor en el salón de su casa por un puñado de dólares (votos) y se abandonan al populismo más grotesco.
En Estados Unidos, se estila más como táctica para sumar likes lo de sujetar niños ajenos en brazos, al tiempo que les hacen carantoñas no deseadas.
La berrea es ese periodo de celo, en el que el ciervo macho emite unos sonidos guturales que consiguen un efecto atronador en los bosques. Se trata, en todo caso de una demostración de fuerza por conseguir el favor de las hembras y de paso garantizar el futuro de la especie.
En esta berrea que se nos viene encima, las hembras - permítanme el símil- somos los votantes, todos, y ellos, los ciervos locales y nacionales, emitirán sus sonidos guturales en forma de esperpento escénico para conseguir nuestro favor.
Yo animo a todos los españoles a que reserven butaca de patio ante las inminentes elecciones, unas y otras, para que no se pierdan el máster en campechanía que nos van a regalar.
Este esperpento escénico promete. Es gratis, hay humor, risas y espectáculo garantizado.
Es el más difícil todavía.
Los votantes, que sí somos campechanos de verdad, no nos merecemos menos.
!Qué empiece la berrea! Este año promete.