Opinión

Los dos cumpleaños de la Reina

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Mi madre, como todas las madres, es muy de contarnos anécdotas de su niñez. Una infancia con sabor a bombas y metralla, pues la guerra sorprendió a mi abuelo, ingeniero de minas, en un Oviedo teñido de rojo, al que bombardeaban sin cesar los nacionales. 

Pese a tener tan solo cuatro años, guarda aún en su memoria histórica el ruido de las sirenas y la aventura de bajar a jugar a los refugios anti-aéreos. 

Su padre, mi abuelo era un personaje singular, culto y refinado. También lo era su padre, quien mantenía con mi abuelo una correspondencia epistolar más parecida a la de Vincent Van Gogh y Teo que a la de un padre con su hijo. A veces, leyendo aquellas cartas, me da por pensar que nos hemos convertido en una sociedad superficial, carente de toda elegancia y maneras.  

Una de las misivas que más ilustra esa elegancia, en palabras de mi madre, fue cuando mi abuelo, destinado por profesión en Oviedo, tomo la decisión de casarse con mi abuela ese febrero, pues tal era su amor que no cabía espera.

Así, con pluma fina, escribió a su padre, participándole de su inmediata boda en Oviedo en febrero. Su padre, mi bisabuelo, le afeó el gesto, recordándole que febrero en Oviedo era un tiempo muy frío para una boda y que la primavera era una época  más propicia y adecuada. 

Ante la insistencia de mi abuelo en llevar a cabo su propósito, mi bisabuelo, afilando su pluma y ablandando su corazón, le escribió: 

"Querido hijo, si es vuestro deseo casaros en febrero, haremos del invierno primavera". Y así hicieron.

Me viene a la mente todo ese torrente de recuerdos aprendidos ahora que la Reina Isabel, santo y seña de la elegancia y actriz principal de casi un siglo, nos ha dicho "Good Bye". 

Y lo ha hecho igual que vivió. Sin hacer más ruido del necesario. Firme y determinada, había sido educada en la contención y la sobriedad, virtudes todas ellas ya desaparecidas en la corte. Vivió y murió sin estridencias.

La pena es que de la reina hacia abajo, la llamada “upper class” británica, la del stiff upper lip, la nube de leche en el café y el meñique al vuelo, rasca un poco.

A mí lo que me conquista por su simbolismo, son esos pequeños detalles de la monarquía centenaria inglesa. Cosas tales como cuál sería el misterioso contenido del bolso del que no se separaba. 

Detalles de los que nadie hablará, como el de que era propietaria de una gran cantidad de cisnes en el río Támesis, privilegio que se remonta al siglo XII, cuando la corona británica reclamó la propiedad de estas aves por ser muy apreciadas como manjar para los banquetes. Gracias a un estatuto del siglo XIV,  también era dueña de las ballenas y los delfines que nadan en las aguas de sus dominios. Todos ellos, gestos simbólicos y nada pragmáticos, muy en línea con la monarquía y la sociedad británica.

Un hecho seguramente ignorado también, es la Reina Isabel no necesitaba un permiso de conducir, lo que le permitía conducir impunemente su coche sin matrícula ni carné por sus dominios de Balmoral.

Pero el privilegio que más me cautiva y a la vez me produce una envidia malsana, por curioso e insólito, es que tenía dos fechas de cumpleaños. 

La "culpa" de tan bizarra costumbre es de Jorge II, quien cumplía años en noviembre. Ante el temor de que el gélido clima británico no le permitiera disfrutar de su celebración, fijó una segunda fecha de cumpleaños en primavera. 

A diferencia de mi abuelo, que hizo del invierno primavera, el monarca Jorge II lo resolvió de forma más expeditiva. 

Yo, pese al boato, la pompa y la solemnidad que se ha perdido con Isabel II, soy más partidario de convertir febrero en abril, a golpe de ilusión, como hizo el plebeyo de mi abuelo. 

Es más difícil, pero convendrán conmigo en que es un empeño mucho más romántico.

Y más republicano, sin duda.

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