Opinión

La vida de los otros

 
Íbamos caminando monte arriba. Éramos un grupo numeroso pero en esas salidas que hacemos para abrazar la madre tierra, en un inútil intento por descargar nuestras culpables conciencias urbanas, eran frecuentes los demarrajes de 2 ó 3 personas que se adelantaban unos metros para hablar sin más testigo que el paisaje, de sus vidas, sorteando piedras y veredas. 

Los esclavos del asfalto creemos que salir un día a hacer unos kilómetros, no lejos de nuestra ciudad, abrazando la naturaleza con nuestro equipaje recién adquirido en Decathlon, nos convierte en aventureros, en remedos de Daniel Boom.

Una amiga mía decía: “cuánto daño ha hecho Decathlon a la estética del senderismo”. Esos chándales morados con zapatillas amarillo chillón que pueblan los montes y senderos, en lugar de unos vaqueros, zapatillas y camiseta son una ofensa al buen gusto, al decoro y la propia naturaleza.

En una de esas salidas al monte, Gerard, al que apenas conocía de un par de intercambios de saludos, caminaba a mi lado. "No sé por qué lo hice, tío" me dijo abriendo su corazón a un total desconocido. Me dio por pensar que el encontrarse lejos de la civilización había disparado su mente que para entonces ya invitaba a la confidencia. "Entré en Facebook" continuó con un tono entre sincero y culpable, "y busqué a mi ex-novia". Aquello empezó a sonarme a una de esas historias que jamás acaban bien. 

Empezó, según su relato, a modo de confesión, a chatear con ella con esa impunidad que nos ofrecen las redes sociales. Cuando quiso darse cuenta, Gerard, casado hasta entonces, ya había quedado con su ex-novia, entonces separada, las veces suficientes como para consumar la infidelidad más allá del ciberespacio. 

La carnal de toda la vida. Se lanzó a un pozo al que jamás se habría asomado en otro tiempo. 

"Me separé, dijo, continuando con el mea culpa y el regreso con mi ex novia duró apenas 1 año". "Un desastre", concluyó de forma innecesaria, pues mientras subíamos sin aliento una empinada cuesta, a mí ya me había parecido un despropósito el relato desde su inicio. 

¿Por qué ese cerril empeño en vivir vidas que ya no son nuestras, aunque un día lo fueran? Nos subimos a lomos de nuestra propia juventud, asomándonos a la intimidad de vidas ajenas, quienes a su vez exponen las suyas al albur de cualquier mirada indiscreta. En esa otra vida, que nos gustaría vivir y de la que sólo aparecen retazos, se ven imágenes de desayunos idílicos, una mano sujetando una copa de vino blanco, y cómo no, una puesta de sol, de alguien que se la perdió en su afán por sacar una imagen para su otra vida. 

Son instantáneas, flashes sueltos. Momentos que por sí solos no tienen entidad, pero a veces nuestra mente voladora y curiosa las completa con noches de lujuria, amaneceres llenos de smiley faces, como los emoticonos de WhatsApp y de paisajes nunca vistos. 

Somos testigos de felicidades que nunca existieron ...y nos quedamos atribulados en el sofá, pensando en cuán anodinos y desgraciados somos, comparados con todos esos feisbuqueros e instagrameros, que viven en realidad vidas más huecas aún que la nuestra. Los mismos que pasan más tiempo exponiendo sus vidas que viviéndolas. Por eso es un sinsentido vivir la vida de los otros, teniendo una propia que mejorar. Porque el vino blanco se acaba, las puestas de sol son todas más o menos iguales, la lujuria y la sensualidad sólo la podemos poner nosotros. 

Decía Pearl S. Buck que "Muchas personas se pierden las pequeñas alegrías mientras aguardan la gran felicidad". . 

¿Y si nos olvidamos de la vida de los otros y vivimos por un rato la nuestra?

No hace mucho volví a coincidir con Gerard, en un ambiente urbano y no era el mismo con el que subí aquella cuesta entre pecados inconfesables. Me miró como a un desconocido, suplicando un silencio cómplice por mi parte. 

Antes de darme la vuelta para irme, acerté a ver cómo se hacía un selfie con una joven rubia que le acompañaba.

No tardó en subirlo a Instagram.

Comentarios