Opinión

48 horas en Urgencias

Camas de urgencias en el Clínico de Valencia | Levante EMV
photo_camera Camas de urgencias en el Clínico de Valencia | Levante EMV

“Vamos a ver, Juan Luis” : ¿Qué le ha pasado en la cabeza? ¿Se ha caído?  La voz de la enfermera resuena en toda la sala de urgencias. Está inclinada sobre su cama disparando preguntas cual ráfaga de metralla al atribulado y desconcertado paciente, en agudo y en un volumen digno de una vicetiple en “La Scala de Milán”. 

Juan Luis - convengamos en que ese es su nombre- murmura con un hilo de voz algo casi indescifrable sobre su vuelta a casa. La enfermera, tenaz, logra obtener toda la información sobre cómo y dónde se ha caído. La suficiente para hacerse a la idea, no sólo de qué cuidados médicos requiere, sino también de su situación familiar y personal. Médico, cuidadora y terapeuta se funden en una misma persona. 

Yo llevaba pocas horas ingresado en la sala, derrotado por una neumonía vírica y se me figuraba que iban a ser las siguientes, unas horas muy intensas. 

Dos días en la sala de urgencias de un gran hospital, solo en tu cama, equivalen a unos 10 días en cualquier otro sitio. El tiempo es una medida muy caprichosa. Aquí va a ralentí y al tiempo todo lo que ocurre en ese micro-mundo es de una intensidad dramática.

No somos conscientes de que en cualquier momento de nuestra vida, todos adquirimos la condición temporal, salvo casos mayores, de pacientes de urgencias, y deambulamos con la misma bata indigna entre un mar de gente como nosotros, obedeciendo órdenes y soñando con salir. Las circunstancias nos igualan, a veces,  más que cualquier otra cosa. Y así debe ser.  

Llegan nuevos pacientes sin respetar el horario ni el sueño de los “inquilinos” ya instalados. "Noche agitada se avecina", le digo cómplice a una joven y sonriente enfermera al pasar junto a mi box. 

"Aquí siempre hay sorpresas", contesta con la naturalidad y la paciencia franciscana que le han dado decenas de noches lidiando con la fragilidad humana. Más aún, en los "hospitales de campaña" de puertas giratorias. 

A la mañana siguiente, ya hecho al entorno que me toca vivir unos días y tras un paseo por la sala, me doy cuenta de que soy de los pocos enfermos autónomos y funcionales, que pueden ir al control a pedir algo, o ir al baño sin escolta médica. Me recreo en mi condición de paciente enfermo pero con cierta autonomía. 

Amanezco dolorido. La vía molesta, el dolor sigue ahí. 
De pronto, una enfermera con rostro amable y sereno, pese a que la mascarilla oculta alguno de sus rasgos, se acerca a mí y me dice con voz natural, nada impostada y que transmite una energía necesaria: " Hola, soy Belén y voy a ser la enfermera que te atienda durante el turno". 

Su mirada tiene mucha luz. Me quedo atónito. Al punto de que me miro la bata para comprobar que sigo en la Seguridad Social, esa tan denostada por muchos. 

Belén no sólo me atiende en mis reclamos de analgesia o algún asunto menor, sino que al verme funcional y animado, inicia un diálogo cómplice en tono jocoso, que yo sigo durante todo el turno. Bromas y guiños más terapéuticos que lo que cae por el gotero. 

Eso sí que cura el alma. Una pena que la Sanidad sea la cenicienta de nuestro sistema, da igual quien gobierne. 

Somos los españoles, los reyes de la improvisación, de poner parches aquí y allá. Especialistas en el regate corto, en el "ya veremos"... en el cortoplacismo y que sea otro el que afronte el proyecto. 

Amanece el tercer día, si es que anocheció en algún momento. Pasa el médico quien con la distancia que le otorga el cargo, me comunica que me dan el alta. Me recorre el cuerpo un inevitable alivio y también una cierta pena por despedirme de mis compañeros de infortunio. Las trincheras siempre han hecho buenos compañeros. 

Tras un copioso desayuno, veo que Belén está a punto de hacer el cambio de turno para irse. Se acerca junto a mi cama y mientras me quita la vía, la conversación deriva en el deporte. Le menciono que juego al pádel y ella que dice que también, sonriendo, pero que es muy mala. 

Unos minutos antes de irse al mundo exterior, me acerco a ella, pongo mi mano sobre su hombro, yo aún con mi bata indigna y le digo a modo de despedida: 

“Puede que juegues mal al pádel, pero que sepas que dignificas esta profesión” 

“No me podías haber dicho nada mejor”, acierta a decir luciendo su sonrisa mientras cruza orgullosa la puerta de salida. 

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