Semana Santa

Misereres que comenzaban con la Cuaresma. Días de ayuno, de novenas y rosarios, de escapularios luciendo en los cuellos cubiertos por vestidos morados, largos hasta cubrir los zapatos.

Procesiones en las que se ensalzaban la lástima el recogimiento y el sufrimiento, fantasmas de color uniforme y capirote, séquitos de señoras portando velas y enfundadas en sus vestidos negros y ceñidos, y sus medias negras, y sus peinetas. El llanto de las viudas de Cristo o las promesas de caminar descalzo durante el recorrido de los pasos.

El quejido ronco de una voz rompiendo el silencio. Después, el sonido de las cadenas envolviendo los pies desnudos y ensangrentados.

Tiempos en los que la música no se ponía y los bares estaban cerrados, como el cine y las salas de fiesta de mi pueblo, cuando hasta levantar la voz en casa era pecado. Actitudes y contratiempos que inquietaban a mis ojos de niño.

Preguntaba por qué algunos iban descalzos.

“Fulanito de tal ha hecho una promesa, y si se cumplía tendría que …”

A veces la penitencia era anterior a la realización del deseo. Un deseo que muchos conocían, quizás por eso no se imaginaba el incumplimiento de lo jurado.

“Para procesiones las de mi pueblo, allí crucifican a un hombre de verdad”.

Hasta el Domingo de Resurrección en el que nos vestíamos de fiesta, incluso el tío al que el traje le sentaba como a un santo dos pistolas, y entonces se podía brincar y reír con ganas, e íbamos después a tomar el aperitivo, y la comida suculenta y tardía.

Hoy escucho la Pasión de Bach y no me conmuevo cuando veo a los cofrades llorar porque no han podido pasear las imágenes, porque para mí todo es espectáculo, como las largas caravanas de coches volviendo de la costa. Que me disculpen los píos.

Antonio Pérez Gallego / Madrid

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