De onomásticas, planes fallidos y nuevos propósitos

Hay personas que dicen no importarles el calendario, no sentirse concernidas ni llamadas a celebrar las onomásticas o las costumbres asociadas a determinadas fechas, que los días suman y son una consecuencia del anterior, y la relevancia del signo o símbolo que representa un acontecimiento es absurdo.

En cierto modo coincido con este planteamiento, pero creo que si no existieran las celebraciones la vida transcurriría plana, sin altibajos, yerma; y estas fechas se justifican sobradamente por las reuniones con los familiares y los amigos, reuniones en las que se busca el acercamiento, y de alguna forma –excepción hecha de la suficientemente aludida y representada discusión con el cuñado– existe una consciente voluntad por rebajar el listón de nuestras exigencias y ser más benevolentes y comprensivos con quienes no piensan como nosotros, empatizando con las desdichas, confortando el ánimo y disfrutando de lo que se ofrece.

La relación que mantenemos con la edad presenta, sin embargo, características propias. En ocasiones decimos ser un día más cuando cumplimos años y, si empiezan a ser muchos, hasta ocultamos su cumplimiento (algunos se aíslan y se les pone cara de acelga). “Nos quitaremos unos añitos, nos lo podemos permitir”, pensamos después de ver a nuestros coetáneos y presentir que no estamos como ellos. “¿Estoy tan viejo como Enrique, cariño?” “No, qué va, tú estás mucho mejor, si parece tu padre”, es la respuesta que escucharemos, la que buscábamos. ¿Qué otra contestación podría dar la persona interpelada? Alguien ha dicho que ver a los demás más ancianos es una alerta, un síntoma de nuestra avanzada madurez (hace algún tiempo que me miro más en el espejo, creo que para compensar el anonimato con el que me obsequia el entorno).

La cadena de la vida no se rompe, no comienza con el rojo del calendario, ni cualquiera otra onomástica, porque no cambia el curso de los ríos y la naturaleza florece o se trasforma como consecuencia de un proceso racional (con permiso del hombre, que lo altera y no es consciente muchas veces de las repercusiones de sus actos)

Volviendo a las actuales fechas,  no me negarán que estos días en los que el empieza un nuevo año no han hecho planes ilusionantes, no han fraguado propósitos, a pesar de no compartir el sentido o significado de las mismas, a pesar del rechazo y la tristeza también latentes.

No, no siempre hay una antes y un después. Será necesario recordarlo cuando hayamos olvidado los propósitos, los anhelos que se compartimentan en periodos estancos, como bloques; y hemos fraguado viendo lo que el resto consigue, a modo de referencia, en los mismos periodos porque a lo largo de nuestra vida hemos sido premiados cuando las metas tenían caducidad, y hemos interiorizado lograrlas en el tiempo prescrito. Después, la autocrítica, el análisis, la complacencia o el desagrado será consecuente con la premisa temporal, porque el tiempo es nuestro bien más preciado.

Los planes, en una primera lectura, son necesarios para romper la monotonía, para conocer o profundizar sobre algún aspecto deseado y, de alguna manera, contribuyen a luchar contra la pereza, contra el hastío que producen las actividades poco provechosas fomentando la inapetencia y el aburrimiento. Tiempos muertos en los que pasamos horas viendo la caja tonta, enganchado a redes sociales, cotilleando nuestro entorno virtual y viendo fotos sin demasiado interés. En ese sentido los planes podrían contribuir a ocupar un tiempo en menesteres más sugestivos: el resto de los mortales lo agradecerá. Una forma de hacer piña con los demás, una oposición consciente contra el deseo manifiesto de los que nos manipulan a su antojo; para mantenernos informados, por aprender y para tener criterio y una percepción más objetiva de nuestro entorno, que no vendrá proyectada por las élites regidoras, a pesar de su latente hipocresía al confesar su disposición en emplear medios para la formación o la educación.

Hay, sin embargo, actividades asfixiantes, que conllevan a no disfrutar de nuestro tiempo libre, y causan ansiedad al tratarnos a nosotros mismos como una máquina engrasada que debe estar siempre operativa para producir al máximo.

También hay proyectos habituales, comunes, acaso necesarios, que implican un elevado sacrificio (fumar, perder peso), que serán los que muy pronto se incumplirán sumiéndonos en la decepción de lo no conseguido, lo dicen las estadísticas. Amén. Nos han dicho que si los confesamos y se hacen públicos estaremos más cerca de conseguirlos. Supongo que será porque está en juego la autoestima, el temor a ser acusados de fracasados. Después, lamentablemente, se desvanecerán, quizá esperando la conclusión de otra etapa y la satisfacción por el surgimiento de una nueva, y seremos otros, nuevamente cargados de esperanzas.

Como dije, estoy más cerca de los que caminan a destiempo, pero agradezco los buenos deseos que me llegan hasta de los desconocidos, y espero que al entonar este cántico algún poso de bondad y fraternidad se despierte del letargo que asola a la humanidad egoísta.

Felicidades y éxitos para el año que comienza.

Antonio Pérez Gallego / Madrid

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