Mucho ruido y algunas nueces

Quisiera vivir en un mundo en el que la razón, el sentido común o el peso de los argumentos fuesen la norma, pero, desgraciadamente, no es así. Lo confirman los últimos acontecimientos.

Por una parte, la sinrazón, la obstinación por aferrarse a la silla y la prepotencia de un representante público que ha comparecido como adalid de la lucha contra la corrupción, haciendo acopio de su gestión en la administración que preside pero incapaz de reconocer sus faltas, sus errores y falsedades, de mostrar un mínimo arrepentimiento ante las certezas.

Muy al contrario, se marcha escupiendo veneno, aludiendo a la ética, denunciando que no todo vale. Ha contado con el apoyo de los suyos hasta que la situación se ha hecho insostenible y le han dado la espalda, como suele ocurrir, cambiando su versión no porque se hayan conocido aspectos que despejasen las dudas iniciales sino porque convenía a unos intereses que no son los de la mayoría a la que representan como servidores públicos, y eso es lo peor. Hay que ser hipócritas. Las sospechas sobre la conspiración para su derrocamiento o la filtración de la grabación que debería haber sido destruida no disculpan al personaje, y ratifican el apestoso fango en el que se desarrolla nuestro día a día.

Paralelamente, hemos sabido de una noticia que resuelve, al menos en los dos próximos años, las reivindicaciones sobre las actualizaciones de las pensiones conforme al IPC, y muestra nuevamente que no sirven las razones, y nada se consigue sin esfuerzo. Lo habían dicho nuestros mayores al afirmar que protestarían hasta conseguir sus justas demandas.

Por último, citar el juicio a La Manada. Un suceso llamado a significar un modelo, una referencia, un análisis anterior y posterior a su culminación, la consumación de un proceso hiriente e inaudito. La polémica sentencia sobre los crímenes de esos seres de la peor especie que acosaron y violaron a la chica de dieciocho años, en la que se concluye que solo hubo abusos sexuales –ni violencia, ni múltiples violaciones– ha provocado nuevamente la respuesta enérgica y contundente de la sociedad a lo insoportable, saliendo a la calle en un grito desesperado, unánime, la rabia contenida, la decepción ante la oportunidad perdida por restablecer en lo posible la crueldad de unos actos hasta desesperar, de que la sociedad en su conjunto condene sin fisuras los crímenes de unos malnacidos, y muestre su sensibilidad con el castigo que se infringe a la mujer, con los asesinatos de las víctimas.

Lo sucedido en la Comunidad de Madrid, las reivindicaciones de los pensionistas y el juicio a La Manada han cubierto informativamente los últimos momentos. Los dos primeros casos se han resuelto (o casi) ante el clamor popular y la presión mediática. ¿Será necesario tomar de nuevo a las calles para que se condene con mayor contundencia a cinco individuos despreciables y sirva como ejemplo para el futuro?

Antonio Pérez Gallego | Madrid

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