La agresión del entorno

Lo que he dicho o hecho, lo que es o fue relevante o necesario, lo susceptible de dejar una huella gráfica o registro cabe en un pendrive al que le sobra más de la mitad de la memoria disponible, y en el que conviven fechas de acontecimientos, declaraciones de renta, borradores y notas de cualquier tipo, antiguas fotografías escaneadas –antes de abandonar la afición, pareja al desvanecimiento de la fotografía analógica– relatos o historias inacabadas, y, para aprovechar las posibilidades que me ofrece el chisme, he incluido algo de la música que suelo escuchar, como el trío con piano de Ravel, el Concierto en Atenas de Eleni Karaindrou, las Variaciones Goldberg, los nocturnos de Chopin o el trío de Bill Evans.

La narración de una vida cabe en el espacio de un diminuto artefacto, el relato de un peregrinaje vital en experiencias propias pero intrascendente entre la inmensidad de tantas vidas anónimas, de tantos pasajes ajenos; insignificante en el mundo en el que cada vez resulta más difícil la abstracción por la intensidad con la que sufrimos la agresión del entorno, las noticias sobre los acontecimientos que remiten a ocupar nuestra mente perpleja, el golpeo incesante de un mensaje, de una alerta que nos hace concentrar mente y energía para no permanecer al margen, para no descolgarnos de la realidad, de la vida que alguien gobierna ocupando nuestros sentidos o inclinaciones, tanto que pareciera una empresa titánica ir contra corriente.

Una voluntad ajena que dirige la concentración, el gran hermano que vigila los actos al servicio de una potente industria a la que le interesan nuestros deseos, que fomenta actitudes con el propósito de controlar la respuesta, con tal fuerza que resulta titánica la oposición. Somos espectadores del eco de nuestra voz, que no parece la nuestra porque lo que nos sale de la garganta no es creación propia sino lo que alguien te inoculó en un espasmo, en un golpe abrupto que nos dejó indefensos.

En estos días, en los que hemos encontrado una tregua a las inclemencias del tiempo, paseo por calles abarrotadas de gentes ávidas de luz, atento al pálpito de lo que sucede a mi alrededor, y en los descansos, en las paradas para tomar un refresco o un café, escogiendo el lugar de reposo con premeditación, leo una novela del libro electrónico que suelo llevar (por cierto, felicitar a los responsables de esta ciudad por las recientes jornadas culturales al contar, entre otros, con la asistencia de Antonio Muñoz Molina y  Almudena Grandes).

Nos hemos vuelto muy poco interesantes y respondemos a arquetipos, aunque nos creamos diferentes e interioricemos opiniones que no son sino las de otros. Bastaría para comprobarlo escuchar cualquier espacio radiofónico en el que intervienen los oyentes para escuchar casi siempre los mismos comentarios, casi hasta las mismas inflexiones, las mismas quejas, las de la inmensa mayoría sin displicencia, sin voces extrañas que soliviantan.

Camino mientras observo lo que sucede a mi alrededor, fijando la mirada en las luces de neón, atento a los sonidos que golpean los sentidos e impiden mantener la concentración en algo coherente, falleciendo a la  música sincopada que florece con los días cálidos emergiendo de los receptores de los coches de ventanillas abiertas, adocenando espacios infinitos y mortificando los sentidos, disc-jockeys  que no tienen consideración con un auditorio esclavo de sus apetencias.

Echo de menos el silencio, ese silencio llamado a constituir la base de los sonidos queridos, el silencio propio de la inspiración, de la creación, de la meditación sobre ese pasado ausente y lejano que conforta el presente y deviene el futuro, el que no cabe en un maldito pendrive.

Y quisiera reflexionar y empaparme de las mentiras, de las contradicciones o las ofensas, buscar la inspiración en un medio menos hostil mientras paseo y me convengo con el entorno, mientras veo las nubes a punto de evaporarse, escuchando música, la mía, no la que alguien pronosticó sin mi permiso y hace de mi caminar un accidente, una lluvia incesante que me agrede en el rostro, la que hace mi reflexión finita, la que conforma un todo del que no quiero formar parte, al menos conscientemente.

Quisiera caminar con paso ladeado, observando a los flancos, las miradas penetrantes de ojos gélidos, el paso vacilante o el firme y apresurado de línea recta, fijando la atención en la persona que yace sentada o desbordada y cabizbaja junto a la acera, en la que mira con ojos extraviados cuando se cruza conmigo, en la que me huye, en la ausencia de respuestas, sin tener que hacer un aspaviento, ni que me duelan los oídos hasta buscar el refugio y desparramarme precipitadamente en el sofá para descansar, para huir, para recomponerme.

Antonio Pérez Gallego | Madrid

Comentarios