Construir un relato

Hemos perdido la cuenta de las veces en las que puede escucharse la frase “construir un relato” a modo de solución ante la incomprensión, una receta que haga verosímil cualquier opinión e intente convencer de la bondad de las ideas o los pensamientos, una fórmula infalible contra el descrédito, una máxima necesaria. Y ha de ser un relato creíble que recubra de certeza lo que se pretende. Nada importa si lo que se quiere difundir es insignificante, banal o falso; el relato sirve para vender, hacer causa común, sumar adeptos.

Los responsables de los partidos políticos en el gobierno, convencidos de la necesidad de construir un relato a la altura de sus necesidades para perpetuarse en el poder, a menudo confiesan tener deficiencias en la transmisión de sus políticas, a pesar de contar con innumerables asesores de imagen y expertos en comunicación, porque “no han sabido explicar el éxito de su gestión”, nos dicen.

Debe de ser así, porque para ocultar los errores, los fracasos, las falsedades, las carencias o ineptitud en su función pública –que no está sujeta a responsabilidad–, o la corrupción (a pesar de afirmar legislar profusamente para su erradicación, subestimarla por manifestar estar instalada en todos los grupos, y mantener que se trata de hechos aislados) han sabido crear un entramado difícil de desenmarañar y mantenido (supuestamente) contactos con los otros poderes del Estado para obstaculizar la acción judicial, a pesar de mantener precisamente lo contrario en numerosas declaraciones.

Sin embargo, lo único que admiten, de lo único de lo que se culpan es de no haber sabido comunicar sus logros. “Algo hemos hecho mal”, repiten, y nos intentan convencer, por ejemplo, de haber tomado las medidas apropiadas para superar una crisis de la que no son responsables y ha dejado en la cuneta a una parte sensible de la sociedad, y cuyos efectos se hacen endémicos. Sintiéndose, incluso,  las víctimas responsables por haber tenido acceso al crédito fácil para mejorar sus condiciones de vida, y “haber vivido por encima de sus posibilidades” mientras los más ricos aumentaban su riqueza.

Importa el relato de los hechos, construir la falacia, negar lo evidente con pasmosa tranquilidad. Entonar el mea culpa, mirarse el ombligo o, como mínimo, callar, no es una opción. Estamos acostumbrados al ruido, y el silencio no es un valor en alza, y no importa el contenido, sino el disfraz.

Han pasado unos años desde que una juventud inconformista quiso escribir el relato de su futuro tomando las plazas públicas, demandando un futuro mejor. Emergieron unos líderes ahora en decadencia, no sabiendo si su discurso hoy se ha fraguado por errores propios, por las luchas de poder internas, o por haberse posicionado, sin convencer, en una actitud equidistante en un conflicto, el catalán, en el que la mayoría de la gente ya había tomado partido, siendo muy difícil convencer sobre la neutralidad porque el mensaje o el relato no pueden ser radicales, y radical significa ir contra la mayoría flemática convencida de lo contrario.

Hay relatos imposibles en la historia, a la medida de cada voluntad, que niegan el holocausto judío, que admiten que la tierra es plana, o que el dictador Franco ni ejecutó ni mandó ejecutar a nadie. Como hay relatos en los que sus grandes artífices acusan a los contrarios de adoctrinar a sus confesos.

El pasado fin de semana alguien me comentó que su mujer le había cogido in fraganti con su amante. Mi respuesta fue: cuentas para tu defensa con la distorsión del lenguaje, con los eufemismos, con las disculpas, con la archiconocida misiva “no es lo que parece”; así que, no debes preocuparte, lo que importa es que construyas un relato creíble.

Quizá sea preferible seguir la corriente, conformarla, continuarla. Estar en tierra de nadie es una posición incómoda en un mundo polarizado, aunque se sea incrédulo por convicción ante tanta noticia falsa y tanto relato interesado.

Antonio Pérez Gallego

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